Un alto en el camino de regreso a su tierra. Los últimos desterrados de la huelga de agosto de 1962 posan delante del autobús que los conduce al fin a casa. Con ellos viajan algunas de sus mujeres e hijos. Es el 30 de noviembre de 1963. Entre ambas fechas han mediado quince meses de deportación primero y destierro más tarde, una permanente inquietud laboral en las cuencas mineras, viajes a Madrid para entrevistarse con jerarcas del Régimen, comisiones de pozo formadas para canalizar la solidaridad y una larga huelga en la que la vuelta de los desterrados se anteponía a cualquier otra demanda.
La chispa que incendió las cuencas asturianas había saltado en abril de 1962. Un incidente menor en el pozo Nicolasa de Fábrica de Mieres generó una reacción en cadena de solidaridades inmediatas sobre un trasfondo de malestar largamente incubado. La huelga alumbró a España entera, según rezaba la canción que Chicho Sánchez Ferlosio popularizó y que llegaba a cada rincón del país a través de las emisiones en onda corta de Radio España Independiente, por todos conocida como La Pirenaica. En mayo las protestas se extendieron hasta alcanzar a unos 300.000 trabajadores en más de la mitad de las provincias. Ni la férrea censura de prensa, que difícilmente permitía publicar sobre la huelga informaciones dignas de tal nombre; ni el estado de excepción decretado para Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa; ni los cuatro centenares de detenidos tan sólo en Asturias sirvieron para contener la oleada de huelgas. A mediados de mes, todo un ministro de la dictadura se aviene a desplazarse a Asturias, tomar contacto con el problema y negociar con los huelguistas. José Solís recibe a comisiones de obreros y accede a sus peticiones. A su regreso, mientras la huelga prosigue, un consejo de ministros presidido por Franco decide conceder una subvención de 75 pesetas por tonelada de carbón producida para que se traduzcan en incremento de salarios. Los detenidos son puestos en libertad y los mineros regresan al tajo con una patente sensación de victoria.
Pero las espadas permanecen en alto y el verano asiste a un rebrote. En paralelo y por separado, ambas cuencas –Nalón y Caudal- vuelven a la huelga a mediados de agosto. La euforia de los mineros choca con el ánimo de revancha de empresas y jerarquías. Una huelga saldada sin represalias es un precedente demasiado peligroso para que no anide el afán restablecer el principio de autoridad. Y el desenlace del segundo asalto será muy diferente: durante días se producen detenciones de mineros que van siendo dispersados por la geografía española. Hasta un total de 126, obligados a presentarse dos veces diarias en el cuartel de la Guardia Civil más cercano a su lugar de confinamiento, siempre en provincias escasamente industrializadas donde su aislamiento se acentúa. Las deportaciones se han realizado sobre una lista previa que pretende descabezar al movimiento obrero privándolo de sus líderes. Clasificados en tres grupos (de mayor a menor peligrosidad: comunistas, rebeldes laborales y laborales a secas), su ausencia se convierte de inmediato en una fuente de malestar y un catalizador de solidaridades. Eludiendo el acoso policial, los días de paga dan ocasión para realizar colectas que sufragan el sostenimiento de los compañeros y de sus familias. Comisiones de obreros funcionan de forma estable en torno a este cometido pero se convierten de forma natural en portavoces de otras demandas. Aunque ninguna reivindicación se antepone a la del regreso de los deportados, que a comienzos del año siguiente (1963) se convierten en desterrados al serles levantado el confinamiento pero manteniendo la expresa prohibición de regreso a Asturias. La mayoría, buscando la proximidad a su tierra y procurando la cohesión del grupo, se va concentrando en La Virgen del Camino, a las afueras de León. Desde allí reclaman su retorno, mientras en Asturias el clima en la minería sigue acumulando tensiones.
La fase previa a las elecciones sindicales se convierte en escenario de un pulso. Las jerarquías del verticalismo pretenden asegurarse una participación elevada, especialmente en un sector tan emblemático como el de la minería asturiana, y abren la mano para que se puedan celebrar reuniones, al tiempo que se va permitiendo un retorno escalonado de los clasificados como menos “peligrosos”. De entre los mineros se elevan voces que reclaman el regreso de todos los desterrados como condición previa para votar. La promesa de que una vez pasadas las elecciones se resolverá el asunto no satisface a casi nadie y, llegadas las elecciones, la conducta de los mineros se revela en extremo pragmática: allí donde se han podido configurar candidaturas de oposición, éstas reciben un amplio respaldo pero donde el descabezamiento no ha sido restañado con nuevos liderazgos se practica mayoritariamente un boicot que desautoriza a los elegidos. Al final, la huelga vuelve a estallar en el mes de julio y se prolonga hasta septiembre. “Asturias, otra vez en vanguardia”, proclama una publicación del PCE, mientras la campaña de recaudación de ayudas en solidaridad con “los heroicos mineros asturianos” desplegada en el exterior recibe un donativo de especial valor: un dibujo de Picasso representando un puño que sostiene una lámpara minera que parece alumbrar el camino. Cuando la huelga termina ya sólo quedan fuera de Asturias los clasificados como comunistas. Para el Régimen resulta de todo punto evidente que su extrañamiento ha traído muchos más quebraderos de cabeza que ventajas y no queda sino levantar la arbitraria medida. El 30 de noviembre de 1963 regresan los últimos. Casi una treintena que vuelve a casa con sensación de victoria.
Rubén Vega