•  La memoria solo sobrevive al tiempo y a la ausencia cuando es compartida. Nos hace sentirnos vivos y vinculados a los otros.
  • A medida que desaparecen nuestros ancestros más cercanos solo podemos articular el pasado a través de los objetos y las imágenes que conservamos de ellos.

Los recuerdos son tramposos como un naipe en la manga o como una escopeta de feria, pero son nuestros, tan nuestros como el aire que respiramos o el aliento que exhalamos. Y como tales, los recuerdos nos ayudan a vivir.

Con ellos vamos a cuestas, los amasamos, los modelamos, les damos buena vida y ellos, a cambio, conforman lo que fuimos y elaboran lo que seremos.

Para los humildes, los recuerdos, las memorias familiares, pueden llegar a ser una seña de identidad a poco que sean alimentados, pero no es lo habitual, o al menos existe un mayor riesgo de que el paso de las generaciones vaya difuminando cualquier evocación. A medida que desaparecen nuestros ancestros más cercanos, lo más común es que todo lo vaya inundando la niebla del olvido, la amnesia del silencio. Entonces en la red de nuestra memoria solo van quedando los objetos del pasado como eslabones inconexos. No hay casas solariegas ni abuelos que ganaran una batalla, no hay galardones, no hay títulos ni espadas. No hay un concepto patrimonial de la memoria. Como mucho unas cuantas fotografías de tonos sepias, ajadas por el tiempo y recuperadas de la arrumbada caja de zapatos, rostros difusos que nos parecen lejanamente familiares, un libro muchas veces desvencijado, una tarjeta entre sus páginas, una frase dicha en una tarde lejana. Y las más de las veces silencios que atruenan como gritos.

Con esos pocos mimbres, apenas retazos de vidas campesinas, vamos articulando el pasado, nuestra memoria particular, las sombras de nuestros muertos, el aliento que atraviesa los túneles del tiempo, el aire por el que respiramos.

¿Idealizamos? Tal vez. Permítannos la licencia. Ellos y nosotros somos los que no estamos en la Historia. Las patrias se aplican más, y con más detenimiento, con sus próceres y sus cardenales sin sonrojo alguno.

Por tanto, he aquí algo de lo que creemos saber de nuestros abuelos.

Nisio y Josefa

Yo tenía que haber nacido en Puente Arce, pero como ya antes de nacer venía un poco “atravesao”, mi madre tuvo que venir a dar a luz a Santander. Hasta los tres años viví en el Barrio La Fuente, la casa de mis abuelos maternos, Nisio y Josefa.

La abuela Josefa era una mujer alta, esbelta, con unos ojos de un intenso color azul. Guapa por dentro y por fuera. Además de hacerse cargo de la cocina, la huerta, de gallinas, conejos y demás fauna menor, elaboraba las mejores boronas y las morcillas y chorizos más ricos que recuerdo haber comido nunca. Y sobre todo, era una gran contadora de cuentos y de toda clase de historias. Cuando venía a visitarnos, compartía habitación con mis hermanos y conmigo, no porque no hubiese otra, sino porque ninguno quería perderse la oportunidad de dormirse escuchándola. Y en esa habitación aún tienen que resonar los ecos de cientos de historias y cuentos. Una y otra vez le hacíamos contar la historia (cierta) de la vaca monchina que la embistió un día que había bajado a lavar la ropa al riachuelo que nace al pie de la casa familiar (de ahí el nombre de Barrio La Fuente). O cuando la mordió el burro (era el burro, no un burro) en la pierna, momento en que le pedíamos que nos enseñara la cicatriz. O cuando nos enseñaba la casa del Ratoncito Pérez, bajo la escalera de madera de la casa del pueblo, y nos daba un trozo de pan y de queso para dejárselo frente a su puerta.

El abuelo Nisio era poseedor de unos ojos pequeños pero vivarachos. A primera vista, su complexión podría llamar a engaño, ya que no era de gran estatura, algo que compensaba con un porte recto, rematado siempre con boina, que mantuvo hasta el final de su vida. Pero sus años de trabajo en la cantera de Escobedo, habían esculpido un cuerpo proporcionado y de recia musculatura. Le recuerdo dando buena cuenta del desayuno que le preparaba la abuela a base de un par de huevos fritos con chorizo y torreznos, rematado por una copita de orujo. Todo ello antes de ir a segar “un carro de verde” armado de dalle, pizarra, colodra, yunque y martillo. Y la “gabardinona”, que nunca podía faltar, para recostarse a “picar el dalle” o para protegerse de un inoportuno aguacero.

Y algunos días, cuando el abuelo salía por la puerta, viéndonos la cara, la abuela se compadecía de nosotros y nos cambiaba las sopas de pan y leche por un huevo frito con torreznos.

De él aprendimos a predecir el tiempo: “cuando veáis una nube negra encima de la Peña Mogro, pescar a correr pa casa”. Y no fallaba. En 10 minutos, si no antes, estaba lloviendo. O a distinguir el canto de los pájaros, sobre todo el del malvís, que a él le tenía enamorado. Y ya siendo más mayores nos contaba cuando sufrió destierro, allá por los años 20 del siglo pasado. El caso es que en Escobedo, como en casi todos los pueblos, se comentaba que el señor cura se entendía con su ama, algo que en la mayoría de los casos no dejaban de ser habladurías. Pero un buen día, una pandilla de jóvenes del pueblo, entre los que se encontraba mi abuelo, lo pudo constatar con sus propios ojos. Asustados por lo que habían visto, el grupo se juramentó para que de sus labios no saliera ni una palabra. Pero alguien se fue de la lengua y todo el grupo fue llamado a retractarse públicamente de lo que decían haber visto. Nisio y otros dos jóvenes, después de jurar que de sus bocas no había salido ni una palabra, se negaron “pues lo visto, visto estaba”. Esta decisión les costó el destierro del pueblo. Y lo que para un joven de apenas 20 años pudo suponer un drama, a mi abuelo le abrió un mundo de aventuras y oportunidades, pues ni corto ni perezoso se embarcó en una naviera con sede en Sevilla que hacía rutas trasatlánticas. Nunca guardó rencor al cura “un buen hombre al que le faltaba tiempo para echar una mano o una rastrilla a cualquier vecino que lo necesitara, pero hombre al fin y al cabo”. Además “gracias a él, conocí un mundo que nunca hubiera conocido de otra manera, Cuba, Nueva York,…”. Recuerdo una tarde en la que, con casi 90 años, me contaba que tenía una espina clavada que no era otra que no haber viajado a Sevilla con la abuela. “Siempre quise llevar a tu abuela a Sevilla para que conociera la ciudad desde la que le enviaba las cartas y los regalos, pero nunca pude convencerla. Y ahora, a su edad, ¿a dónde coño la voy a llevar ya?”

 

Ángel o la educación del abuelo

 Tal vez no sea cierto que el abuelo se sentaba todas las tardes de verano a la puerta de la cuadra en la que pacían cuatro o cinco vacas. Encendía un cigarrillo mientras miraba distraído más allá de la vieja tapia que tenía enfrente. En algún momento, cualquiera de sus nietos se sentaba a su lado sin decir nada. Como él, gente de pocas palabras.

La abuela solía llamar más tarde desde el balcón para la cena y entonces el abuelo se calaba la boina, decía entre dientes algo sobre luchar por la vida y tiraba con parsimonia para la cocina.

No está comprobado, pero es posible que alguna de aquellas calmadas tardes con el sol en su declive, el nieto mayor se acercara al abuelo anunciándole que al curso siguiente empezaba estudios de maestro. Y seguro que el abuelo, con orgullo disfrazado de socarronería, al tiempo que apuraba el pitillo le advertía que no iba a ser él a estas alturas, por muchos proyectos de maestrillo que tuviera, el primero de la familia en entrar en la Universidad.

El abuelo, según parece, cuando era joven tuvo carnet de la U.G.T. (aunque luego la abuela lo escondiera y nunca más volviera a aparecer) y a resultas de esa “veleidad” estuvo luego en la guerra pegando tiros en el Frente Norte, allá en los límites con la provincia de Burgos. Pocos debió pegar, porque no ganó ninguna batalla ni mató nada ( –abuelo, abuelo, ¿y tú mataste a muchos en la guerra?-) y es que, según le contaba a duras penas al nieto curioso, él disparaba al frente y allá lejos no se veía a nadie. Pocos debió pegar, porque a las primeras de cambio cayó el Frente Norte en la parte en la que él estaba y se vio de buenas a primeras de estudiante de chinches y becario de piojos en la Universidad de Deusto. Dudoso honor aquel de ser el primer universitario de la familia, hasta que muchos años después un nieto descastado pretendiera arrebatárselo.

Escribo sin mucha seguridad sobre el asunto pero debió ocurrir que el abuelo fue pasando de colegio mayor a colegio mayor y de facultad a facultad, con más o menos suerte en el destino, hasta el final de la guerra, licenciándose “cum laude” en ganas de comer y con notas de mucho mérito en el temor a las sacas de todas las noches, por si a él también le nombraban, que no era cuestión de dejar el avío en tiempos tan necesitados y con su primera hija en el pueblo, ya con más de un año de edad, y a la cual todavía no había tenido el gusto de conocer.

Hablo de oídas, pero a la hija la vio por primera vez cuando, ya con cuatro años sobrepasados, la llevó al bautizo entre sus brazos en un permiso de la mili. Y es que el abuelo enlazó a su pesar la guerra con el tiempo en el que le tuvieron “concentrado” (en sus estudios) y más tarde con el servicio de 24 meses a la nueva e inoportuna patria.

Y en esto consistió la educación del abuelo.

Desde entonces hasta que el abuelo, muchos años después, se sentara con su nieto a la puerta de la cuadra en alguna de aquellas tardes de verano, todo, todo, fue silencio.

Jesús, en una foto de carnet

Hay historias que no se pueden escribir por la falta de memoria. Jesús Gómez Setién es mi abuelo, un abuelo al que no conocí y del que solamente guardo recuerdo por fotos de carnet y las conversaciones mantenidas con mi madre, que con el paso del tiempo se van desvaneciendo. Ella ya no está. Tampoco sus hermanos, mis tíos. Ahora, para recomponer su historia, ya no tengo a quién recurrir. Mi abuelo nació en 1908, pescador y trabajador en la fábrica del Gas. Sé que era comunista, como mi tío lo fue después; que mi abuela se casó con él frente a la oposición de sus padres, quienes le habían buscado un mejor pretendiente con negocio en Cuba; también sé que al iniciarse la guerra acababa de tener a la tercera de sus hijos, mi madre; que enfermó de pulmonía y murió cuando ella tenía 4 años. Eso fue en 1940.

El 9 de noviembre de 1937, apenas hacía tres meses que Santander había caído en manos de los “Nacionales”. Él quizá albergara la secreta esperanza de que la derrota no fuera definitiva. Sin embargo, la vida cotidiana se llenaba de pequeños gestos que hacían presente el silencio y la sumisión que se debía al nuevo Caudillo. Hasta el sello tenue de tinta azul estampado en el lateral de este sobre recordaba que era obligatorio demostrar la fidelidad. Él, vigilante en traje de campaña, todavía nos mira: “Saludos a Franco. ¡Arriba España! ¡Viva España!”

Ni La mirada risueña ni la mueca de su boca traducen el momento trágico en que fue hecha la foto, ni parece adivinar la ausencia de futuro que le esperaba. No llegamos a intuir si la enfermedad que le arrebató la vida ya convivía con él, pero sí sabemos que cuando se produjo, el tiempo de la Guerra había acabado y le siguió el del hambre y el racionamiento. La señora Manuela, su viuda y mi abuela a la que tampoco conocí, tuvo que encadenar trabajos para mantener a flote a la familia, lo que no impidió que los niños empezaran a trabajar a edades demasiado tempranas para nuestro tiempo.

El estudio Casarphot radicado en la calle de La Ribera (junto al puente) en Santander, estaba especializado en “Carnets kilométricos y pasaportes”. Su trabajo se ceñía al eslogan “ARTE-ECONOMÍA-RAPIDEZ”. Las fotos “de Carnet” no podían ser para un pasaporte, que en ese momento era imposible de tramitar para una persona corriente como Jesús. La ligera inclinación del borde de la derecha, que no está escuadrado como los otros tres, nos indica que una de las fotos si fue utilizada. Pero el destino que se le dio no se nos alcanza.

En efecto, la memoria es algo muy personal, solo sobrevive al tiempo y a la ausencia cuando es compartida. Nos hace sentirnos vivos y vinculados a los otros, a aquellos para los que ese pasado es reconocible y les habla de una parte de lo que son y de lo que sienten.