En la noche del 10 al 11 de abril de 1977 los vecinos del Barrio San Francisco, situado en la ladera norte del Paseo del Alta en Santander, ocuparon un local abandonado (propiedad de la empresa constructora) en los bajos del portal número 43 y, tras varias horas de trabajo, limpiando escombros, luciendo paredes, alicatando y colocando suelos, transformaron un espacio diáfano en una escuela. En la mañana del lunes, 11 de abril, aproximadamente 40 niños y niñas en edad preescolar, bajo la supervisión de un maestro, comenzaron las clases en sus mesas nuevas y recién pintadas con total normalidad. La misma normalidad con la que el vecindario satisfecho observaba desde las ventanas la algarabía de madres, padres y niños a la puerta de la recién bautizada “Escuela Popular 11 de abril”.
¿Pero cómo fue posible que se produjera una acción tan coordinada, con la intervención de tantos actores y en un periodo de tiempo tan escaso?
Nada es por casualidad.
El Barrio San Francisco es uno más de los asentamientos poblacionales que se construyeron en la parte alta de la ciudad de Santander como consecuencia del desarrollismo económico de los años 60. Está conformado por pisos baratos de entre 60 y 70 metros cuadrados, armados sin mucho esmero y a gran velocidad para albergar a la oleada creciente de trabajadores que, durante esa década, llegaron al núcleo urbano procedentes, en su gran mayoría, de la provincia y de otras provincias limítrofes.
Como las prisas generalmente no son buenas para nada, salvo para que constructores y especuladores ahorren gastos y luzcan dividendos, los bloques del barrio parecen, a medida que se van levantando, tirados de cualquier manera por una mano de gigante sobre un campo de batalla. De este modo, sus habitantes en esos años pasan los días y las noches, sin alumbrado, entre calles sin asfaltar que finalizan en terraplenes donde se acumulan los restos de los movimientos de tierra propios de la magna obra. No hay apenas aceras, no hay desagües (en un informe del año 1975 la Asociación de Vecinos contabiliza 21 imbornales en todo el barrio, de los cuales ninguno funciona), las tuberías de aguas fecales están reventadas, los bajos y los sótanos de los edificios, aún en propiedad de la Constructora, almacenan material excedente de las obras en condiciones incalificables, los míseros jardines son una entelequia y las ratas compiten con los niños en el dominio del territorio.
Este panorama tan desalentador no es ni más ni menos que la muestra palpable de un gran incumplimiento de la empresa constructora y de una patente dejación de funciones por parte de los responsables municipales, a los que en numerosas ocasiones los vecinos se habían dirigido reclamando las mejoras necesarias, obteniendo habitualmente la indiferencia como respuesta.
Si a las nulas condiciones mencionadas y a la ausencia total de infraestructuras sociales en el interior del barrio añadimos la escasez de dichas infraestructuras en los alrededores y el hartazgo de los vecinos, se llega al resultado de una ecuación en la cual la toma de la escuela es solamente la punta del iceberg.
Las tardes de los sábados y las mañanas de los domingos se transforman en jornadas de trabajo voluntario para unos hombres y mujeres que ya afrontan, en su mayoría, a lo largo del resto de la semana, unos horarios laborales suficientemente amplios. En los ratos de descanso, desde las viviendas y como otra forma de aporte, muchas mujeres acercan a los tajos todo tipo de vituallas que, por momentos, hacen de estas jornadas una fiesta, una argamasa que aúna voluntades.
Poco a poco el barrio va cambiando de aspecto. Surgen aceras donde no había nada, nacen jardines de los barrizales, desaparecen las aguas fecales en el momento en que los vecinos solventan las deficiencias en las canalizaciones y en los imbornales, con la retirada de escombros se consigue una plazuela. Pronto se construirá también una bolera en la parte más baja del barrio.
Y llega un momento en que los vecinos pasan factura. Las obras realizadas tienen un precio y entonces se decide ocupar los locales propiedad de la Constructora en tanto, ésta, no satisfaga el valor de los trabajos de urbanización realizados. A partir de ese momento, y tras publicar un manifiesto, los bajos ocupados, que hasta entonces eran almacenes de material de obra abandonada pasan a destinarse a centros de reunión para la Asociación de Vecinos, para los jóvenes y para los niños. En el futuro también habrá una carpintería para los trabajos del barrio, un laboratorio de fotografía, una biblioteca y un salón de actos. Y por supuesto, la Escuela.
En abril de 1977, en la zona en la que se ubica el barrio, solamente existe un colegio público en el barrio cercano de Porrúa, que apenas incluye entre sus aulas a los niños de menor edad (preescolar o jardín de infancia). El resto de la oferta escolar de la zona se reduce a alguna que otra academia de dudosa calidad, a un instituto de enseñanza media y a un colegio como La Salle, masculino y eminentemente privado entonces. La oferta era, como se aprecia, muy deficiente para una población en esas fechas en claro ascenso. La Escuela Popular 11 de abril vino a paliar de algún modo esa insuficiencia.
No obstante, en el mes de diciembre de ese mismo año, una mañana, se presentan ante la escuela del barrio un juez, unos empleados del juzgado y tres vehículos de la policía (a la entrada del barrio se apostará también un autobús de la policía como retén) con una orden de desalojo. A esas horas la mayor parte de los vecinos se encuentra ausente, en sus puestos de trabajo; pero serán las mujeres que se dedican a las labores del hogar las que se movilizarán con celeridad para impedir los propósitos de la autoridad competente. Ciertamente, el desalojo se inicia, pero mientras los empleados del juzgado proceden a retirar los enseres, las vecinas vuelven a colocar cada cosa en su sitio dentro de la escuela. Al final el juez, ante el temor de que se produzca una situación altamente conflictiva y para evitar males mayores opta por abandonar.
Y hasta hoy.
La escuela ya no es escuela. En la actualidad no es necesaria y las aulas ahora son biblioteca. Pero a la entrada continua luciendo un mural que los vecinos pintaron y que reza “Local ocupado por los vecinos para escuela”.
La escuela ya no es escuela, pero sigue siendo, sin duda, un símbolo de la resistencia.