Hace un par de años tuvimos la oportunidad de entrar en contacto con dos testigos directos del naufragio del acorazado España frente a la costa de Galizano, en la zona nororiental de la Bahía de Santander. Se trataba de dos ancianos, nacidos ambos en 1924 en el viejo Sardinero, que solían bajar a la playa a jugar y que desde los jardines de Piquío vieron como el mayor de los barcos sublevados en El Ferrol se iba a pique, hundimiento que fue recibido con alborozo en las filas republicanas y con tintes de epopeya entre los franquistas. Repasemos un poco la Historia.
Durante la II República, la situación de la Armada no había variado respecto a los años anteriores. Los tres arsenales seguían siendo El Ferrol, Cartagena y San Fernando, departamentos donde atracaban los navíos españoles y a los cuales la escasa conciencia naval de los distintos gobiernos había mejorado en muy poco su situación.
La jefatura de la Armada estaba constituida, en su mayoría, por oficiales conservadores que en muchos casos pertenecían a sagas familiares, las cuales mantenían la tradición de ser marinos. Un ejemplo concreto lo tenemos en el mismísimo general Franco, perteneciente a una familia siempre relacionada con la mar y que después de no conseguir ingresar en la Escuela Naval comenzó su formación militar en la Academia de Infantería en Toledo.
Sin embargo, también existía una conciencia republicana entre los oficiales más jóvenes, cabos y subalternos que adivinaban en el nuevo régimen horizontes de libertad y progreso. Estas diferencias se pusieron de manifiesto, en muchos casos con funestas consecuencias, a partir del golpe de Estado de julio de 1936.
Durante los dos primeros días de la sublevación, el departamento gaditano cayó en manos de las tropas franquistas, a diferencia de la base de Cartagena donde los leales se hicieron fuertes. Respecto a Ferrol, la primera base naval española por sus recursos, su dique seco y sus astilleros, donde se habían botado los cruceros gemelos ‘Canarias’ y ‘Baleares’, fue escenario los días 20 y 21 de julio de graves enfrentamientos entre los partidarios de la legalidad, encabezados por el contraalmirante Azarola, jefe departamental, y los sublevados que se hicieron con el poder el 23 de julio.
En sus manos quedaban el crucero almirante ‘Cervera’ y el viejo acorazado ‘España’ (ex Alfonso XIII) que hasta esos momentos era poco más que un cuartel flotante. Los otros dos cruceros con base en Ferrol, el ‘Libertad’ y el ‘Cervantes’, pusieron proa hacia el sur obedeciendo las órdenes del gobierno de intentar frenar el paso de tropas regulares de África a la Península.
Los primeros días de la guerra muchos oficiales fueron asesinados y los buques pasaron a ser controlados por distintos comités, mal coordinados y con escasa preparación que sumieron a la Armada en un periodo de confusión en un momento de extrema gravedad, como recogen diversas fuentes.
Ya a finales de julio, el crucero ‘Cervera’ tenía órdenes de cañonear la costa cantábrica en manos de los republicanos e impedir el tráfico de mercancías procedentes de puertos franceses y británicos. A él se unió el acorazado ‘España’ una vez rearmado y solucionados los problemas en sus calderas.
Frente a ellos la Armada republicana ordenó en septiembre de 1936 que la escuadra del sur se dirigiera a aguas del Cantábrico. La flota tricolor, cuyo barco insignia era el acorazado ‘Jaime I’, tuvo un pobre papel con la pérdida de dos destructores y la polémica consiguiente por haber dejado las aguas del Estrecho en manos de los franquistas. Su fugaz paso por el norte no aportó los resultados esperados por el gobierno de Madrid.
Un hundimiento y dos versiones
A raíz de la ofensiva del norte en 1937, los barcos “nacionales” apoyaron desde la mar la ofensiva terrestre sobre el País Vasco, Cantabria y Asturias. Frente a ellos, el destructor José Luis Díez, irónicamente llamado en Bilbao “Pepe el del puerto” por las pocas veces que se hacía a la mar y algunos débiles barcos bacaladeros y arrastreros armados por el Gobierno vasco, autodenominados “Marina auxiliar de Euzkadi”.
Otra de las acciones encomendadas a la marina franquista fue el minado de canales de navegación, cercanas a la costa que impidiesen la libre singladura de mercantes y posibles barcos armados con el fin de impedir la llegada de cualquier tipo de ayuda a las zonas atacadas por los franquistas en su avance por el norte.
Es en el transcurso de estas operaciones, el 30 de abril de 1937, cuando el barco británico ‘Knistley’ con 4.000 toneladas de carga intentó forzar el bloqueo y el ‘España’ patrullando en las cercanías ordenó al destructor ‘Velasco’ detener al barco inglés, el cual haciendo caso omiso a las advertencias del buque armado continuó su rumbo a toda máquina. El acorazado ‘España’, intentando tapar las posibles vías de escape del mercante se aproximó a la costa sufriendo en la operación una fuerte explosión que le abrió un profundo boquete por debajo de la línea de flotación, inundando la sala de calderas de popa y afectando a las turbinas de babor y estribor.
Dada la escora del buque, el ‘Velasco’ abandonó la persecución del inglés y arrimándose al acorazado llevó a cabo las operaciones de rescate de la tripulación, antes que este se fuera a pique.
Desde tierra la perspectiva era otra. En un principio se pensó que uno de los cañones situados en Cabo Mayor había alcanzado al barco o que la aviación republicana compuesta por tres aparatos ‘Gourdou-Lesseure’ habían acertado con sus bombas, siendo estas la causa del naufragio.
Esta última fue la versión que oficializó el gobierno republicano mientras que el gobierno franquista señaló el choque con una mina como causa de la pérdida del barco. Opinión diferente sostiene Bruno Alonso, socialista cántabro y comisario general de la Armada, que señala en su obra ‘La flota republicana’ que el ‘España’ fue cañoneado por un destructor británico en defensa del mercante de su misma nacionalidad.
En todas las investigaciones posteriores en torno al hundimiento del barco se da como causa segura de su naufragio el choque con una mina. De lo que no cabe la menor duda es que la pérdida del acorazado supuso un duro golpe para la marina rebelde y una importante inyección de moral para los republicanos en unos momentos especialmente difíciles.
Los restos del pecio se encuentran a unas tres millas y media al norte de la isla de Mouro, a 70 metros de profundidad.
Tristemente, los restos del crucero ‘Cervera’ y concretamente uno de sus cañones, siguen actualmente expuestos en el paseo marítimo de Limpias tras permanecer durante años en el paseo de la ‘Segunda playa’ santanderina, burlando de esta manera el artículo 15 de la Ley de Memoria Histórica por el que se ordena la retirada de escudos, placas y otros objetos conmemorativos de la sublevación militar o de la guerra civil.