La memoria como instrumento de recuperación de la dignidad de las víctimas del franquismo.
La memoria intermitente
Sin duda se hace imprescindible comenzar esta crónica manifestando que algunos de los integrantes de lo que hoy es el Colectivo Desmemoriados rozamos fortuitamente, recién comenzada la década de los ochenta y sin abarcar su magnitud, la historia que aquí se cuenta, y que ahora, muchos años después, se nos revela con toda su profundidad.
Menciona Esther López Barceló en su libro “El arte de invocar la memoria” (Barlin Libros, 2024) que “decir memoria es nombrar la niebla”; pero a veces esa niebla abandona su intensidad con retazos insospechados que se desvelan caprichosamente permitiendo contemplar el paisaje, aunque ese paisaje sea una pintura repleta de algunas luces y demasiadas sombras. Ese horizonte imperfecto es, evidentemente, nuestra memoria colectiva. La que nos permite conocer, a poco que nos interroguemos, a poco que nos adentremos en ella, de dónde venimos y lo que en realidad somos.
En el verano de 1980, cuando aún faltaban unos cuantos meses para que un inoportuno tricornio con pistola pretendiera devolvernos a unos escenarios de penumbra de los que parecíamos salir a duras penas, los soportales de Potes frente a la Torre del Infantado hervían de excursionistas deambulando entre cafeterías, tiendas de recuerdos y puestos a pie de calle que regentaban vendedores de productos típicos de la comarca de Liébana. En uno de ellos gobernaba con mano firme una señora de ademanes hoscos y edad indefinible, al menos para nosotros, demasiado jóvenes para calibrar con definición los rasgos de la edad adulta. A aquella mujer le comprábamos de vez en cuando algún que otro queso ahumado de Áliva, de los que ya no existen, para subir a Picos de Europa en la mochila o para regalar a la familia en nuestro regreso a Santander. Ella nos atendía habitualmente con gesto adusto y ahorrando palabras como si de monedas de oro se trataran, aunque también a veces, con visibles muestras de impaciencia, nos hacía saber de viva voz lo que opinaba de los jovenzuelos que le hacían perder el tiempo con sus dudas y titubeos. Sin embargo, vaya usted a saber el porqué, volvíamos una y otra vez a mercadear donde aquella señora de carácter aparentemente difícil.
Sin embargo, las coincidencias y las casualidades de la memoria hicieron que muchísimos años después juzgáramos a esa mujer con otros ojos más benignos y, sobre todo, con mayor conocimiento de causa.
Primera memoria
Esta señora que vendía quesos y fruta en los soportales de Potes se llamaba Carmen y era conocida por Carmenchu.
Carmenchu, la primogénita, y su hermana Charo eran las hijas mayores de Mariano Cortés Gómez y de Carmen Bores Díaz, que tuvieron dos descendientes más, Josefina y Mariano.
Mariano Cortés era natural de Bilbao y su esposa Carmen era lebaniega de Potes. Ella emigró a Bilbao buscando una vida mejor y allí conoció a Mariano, en la calle Ripa. La familia de Mariano tenía una situación económica cómoda puesto que su padre era abogado y no debió de ver con muy buenos ojos su relación con una campesina recién llegada. Pese a ello, poco tiempo después contrajeron matrimonio en la iglesia de San Vicente, frente a los jardines de Albia. Durante el tiempo de estancia en la capital vasca habitaron sucesivamente en el barrio de Bilbao La Vieja, en los suburbios al otro lado del Casco Viejo, y en el Barrio de Iturrigorri, zonas ambas eminentemente obreras debido a la existencia en las proximidades de canteras y varias minas que fueron explotadas hasta los años 70 del siglo XX.
Mariano trabajaba en las oficinas de una empresa cementera en Bilbao y en esa ciudad nacieron las dos hijas mayores, Carmenchu y Charo.
No obstante, las condiciones económicas de los años previos a la II República hicieron que la familia se trasladara a Madrid buscando mejores oportunidades laborales con el fin de contribuir a la manutención de una familia que poco a poco iba ampliándose. En Madrid nace Josefina, la tercera hija del matrimonio, en septiembre de 1933 y allí permanecerán durante más o menos un año.
Desde Madrid no regresan a Bilbao, sino que dirigen sus pasos a Potes, tal vez en busca del apoyo que puedan recibir de la familia de la esposa Carmen Bores.
Y es precisamente en la capital de la comarca lebaniega donde un par de años después a la familia Cortés Bores le sorprende el comienzo de la guerra civil.
Mariano Cortés, aun naciendo en una familia acomodada, ya había ido adquiriendo en el Bilbao industrial un especial compromiso en materia de justicia social y laboral, de tal forma que al llegar a Liébana colaboró en la sensibilización de los campesinos que debían soportar difíciles condiciones en una comarca austera y con estructuras sociales fuertemente conservadoras. Así, se convertirá en esos tiempos de amargura y enfrentamientos en uno de los responsables de la fundación, el 12 de agosto de 1936, del Radio Comunista de Potes (que así se denominaba entonces lo que hoy entenderíamos como Organización Territorial o Agrupación Comarcal del Partido) que sería en definitiva el germen de la Agrupación Comunista de la comarca lebaniega, con comités locales en gran número de poblaciones de Liébana. En la citada creación del Radio fue nombrado primer Secretario Político, según se menciona en el Acta Fundacional que aparece en el libro del historiador José Manuel Puente Fernández, titulado “El Guardián de la Revolución. Historia del Partido Comunista en Cantabria (1921-1937)”.
El 2 de septiembre de 1937 ocupan Potes las tropas sublevadas de Franco. Dos días antes, las fuerzas leales republicanas habían dado orden de desalojar la villa en su retirada hacia Asturias. Prácticamente es el final de la República en la llamada entonces provincia de Santander.
Mariano Cortés Gómez decide, sin embargo, permanecer junto a su familia en Potes y no huir. Fiel a sus principios humanistas, había protegido la vida y los bienes de algunas importantes familias falangistas y de derechas, aun a riesgo de su propia vida, durante el tiempo en que Potes permaneció junto a la República.
A pesar de ello, es denunciado, al parecer, por una de estas familias, y posteriormente detenido. Miembros de la Guardia Civil lo conducen inmediatamente a la Prisión Provincial de Santander. El 8 de octubre es juzgado mediante consejo de guerra y se le condena a muerte. Su actividad política en el PCE le hizo blanco de la represión franquista. La sentencia se cumple a las 6 de la mañana del día 27 de octubre de 1937 en las tapias del Cementerio de Ciriego, en las afueras de la capital santanderina. En la fecha de su ejecución tiene 33 años y deja tres hijas (a las que ya hemos mencionado a lo largo del relato) y una esposa embarazada del que habría de ser su cuarto hijo, un varón al que llamarán también Mariano.
A partir de la trágica fecha de su fusilamiento, y en una España ya muy diferente a la que habían conocido, las circunstancias de la viuda, Carmen Bores, y de sus hijas, Carmenchu, Charo y Josefina, así como la del niño que está a punto de nacer, cambian considerablemente. Pasan de ser ciudadanos a vencidos, con todo lo que de baldón social conlleva.
De pronto, la viuda se encuentra con la necesidad de subsistir en un entorno rural, muy cerrado y endogámico, en el que tiene que sacar adelante a sus cuatro hijos. Algo común en estos casos es buscar la solidaridad entre iguales, aquellas personas o grupos que se encuentran en una situación similar. El primer nexo es la familia, pero la guerra y la represión posterior hacen que las circunstancias sean complicadas en todos los casos. No es fácil tampoco sobrevivir a una posguerra. Las decisiones se toman acuciados por las penurias.
Carmen Bores se ve obligada a tomar determinaciones que van a producir una diáspora entre sus hijos. Carmenchu, la hija mayor, se quedará en Potes con ella bajando fruta y otros productos de los pueblos de alrededor para vender en las ferias. Su hija Charo y el niño, aún menores de edad, por mediación de unos familiares que habían emigrado, serán acogidos en Argentina. Y por Josefina, la tercera de las niñas, intercedieron unas amistades para que fuera acogida en un colegio de monjas en Madrid. Sin embargo, para Josefina, lo que en principio parecía una mínima solución se transformó en una sustracción del entorno familiar hacia un espacio de reclusión y maltrato psicológico que originaría en ella un sentimiento de frustración y de falta de cariño.
A la muerte de Carmen Bores (1971) su hija mayor, Carmenchu, con un temple y un carácter irreductible, se convertirá en el referente familiar. Con el tiempo, y con tenacidad digna de elogio, rescatará a su hermana Charo de la precariedad argentina, protegerá a su hermana Josefina y será, con su modesto negocio de venta de queso y fruta en los soportales de Potes, un puntal importante para el desarrollo de toda la familia.
Mariano, el hermano más joven, aunque regresó temporalmente en muchas ocasiones desde el país austral, nunca más volvió a residir en España.
La memoria recobrada
Alfredo Osma Cortés es el nieto de Mariano Cortés y de Carmen Bores. Es el primogénito de los hijos de Josefina Cortés y sobrino de Carmenchu, de Charo y de Mariano, y la persona que ha proporcionado al colectivo Desmemoriados, lo cual le agradecemos enormemente, los rastros sobre su memoria familiar. Una memoria que, como no podía ser de otra manera, es como los claroscuros que adivinan el paisaje entre la niebla. Una memoria probablemente tardía, repleta de silencios acosados por el temor de los que vivieron dramas y tragedias en primera persona, que afectaron significativamente a lo que iban a ser sus vidas a partir de entonces y que legaron a sus descendientes.
Pero el silencio es solo eso, silencio. Afortunadamente raras veces, cuando se ha vivido dolorosamente, es olvido. Por eso, tal vez a duras penas, entre todos, hemos llegado hasta aquí.
Desmemoriados: – ¿Cuándo empezaste a ser consciente de la historia de tu abuelo?
Alfredo Osma: Yo nací en Bilbao como mi abuelo materno y mis abuelos paternos. De pequeños solíamos pasar temporadas en Potes con mi tía y mi abuela, pero la figura de mi abuelo era para mis hermanos y para mi literalmente desconocida. Una imagen del pasado; No se hablaba de él. Únicamente sabíamos que lo habían matado en la guerra, no conocíamos más ni si lo habían matado en un frente de batalla. De esa época si me llamaba la atención una bandera española pequeñita que había en casa, en la casa de mi abuela y de mi tía, que vivían juntas. El significado que le doy ahora mismo es que se trataba de un símbolo ideológico cercano al Régimen, por si acaso.
Pero realmente descubro a mi abuelo a principios de los años noventa. En aquellos años mi tía Carmenchu tenía mucho trabajo en verano en la tienda de la plaza con el turismo de montaña; yo la ayudaba en la tienda y ella me ayudaba en los estudios en la universidad. En una de esas ocasiones, en la que estaba con la que entonces era mi pareja, estuvimos en casa de mi tía (Carmenchu) a última hora de la tarde y en un momento determinado, como era ella de espontánea, de natural, de directa, de persona acostumbrada a la ausencia de dobleces, empezó a sacarnos fotografías de la familia, de los que eran mis bisabuelos en Potes, de mi abuela y también de mi abuelo. Y en ese cúmulo de fotografías, de papeles y documentos familiares nos encontramos con un pequeño sobre de color azulado en el que venía el nombre de mi abuela y de mi abuelo, y leímos esa carta. Una carta que es la despedida de mi abuelo a su mujer, a mi abuela, antes de ser fusilado, antes de ser ejecutado, antes de que lo matasen. Era una carta tremenda, sobrecogedora, como uno se puede imaginar que puede ser una carta en la que un condenado a muerte se está despidiendo de su mujer y sus tres hijas, de sus suegros, de toda la familia materna que vivía en Potes. Con un claro carácter de declaración, por un lado, de amor y, por otro, de inocencia. Fue una sorpresa enorme porque le pusimos matices, colores, texturas a una vida que hasta entonces había sido fantasmagórica. De repente se aparece una persona con un sentimiento que cualquier persona con una mínima empatía puede imaginar. Una situación en la que te estás despidiendo porque sabes que te van a matar y te estas despidiendo de las personas que más quieres.
Fue impactante. Recuerdo que mi pareja incluso lloró. Ahí es donde, de alguna manera, reaparece mi abuelo casi 60 años después. Esa documentación de mi abuelo no la conocía absolutamente nadie más que mi abuela y mi tía, que era la mayor y la que se había quedado con mi abuela cuando le matan a su marido.
D: – ¿Qué sabía tu madre de lo ocurrido a tu abuelo?
A.O.: ¿Mi madre…?
A excepción de Carmenchu nadie conocía la existencia de aquella carta demoledora. Mi madre solo conocía que su padre era muy bueno, que las quería mucho, y que lo mataron en la Guerra. No ha sabido nada más.
A mi madre le contamos todo esto. Para mi madre es un sufrimiento. Es una persona muy marcada por esa sustracción, digamos, familiar. Una persona que luego ha sabido crecer a partir de todo ese dolor. En Potes, además, algunos vecinos las llamaban las rojillas a mis tías. En ese sentido había una significación en los hijos de mi abuelo. Eran tiempos duros para todas las familias, y lógicamente mucho más para aquellas familias que se habían criado sin padre y teniendo que salir adelante.
Probablemente mi abuela sabía todo, porque en Potes se conocía todo el mundo. Lo que le había pasado no solo le había pasado a él, sino también había ocurrido con más personas. Lo más probable es que mi abuela supiera que había sido en Santander, en el cementerio de Ciriego. Pero mi tía Carmenchu tampoco sabía cómo lo habían ejecutado ni dónde estaba enterrado su padre. Por lo que, si mi abuela lo sabía, nunca lo comunicó.
D: – ¿Por qué crees que no lo hizo?
A.O.: Bueno, esto es una interpretación mía. En las situaciones en las que existen conflictos bélicos traumáticos, siempre se genera un mecanismo psicológico de protección, lo que llaman mecanismos postraumáticos, en los que se puede perder incluso la memoria.
Según las cartas, mi abuela visitó en la prisión en Santander a mi abuelo en alguna ocasión (mi abuelo era conocedor de que su mujer estaba esperando otro hijo) y había personas de contacto que llevaban a mi abuelo sellos, mudas, pantalones, tabaco… Se escribía tanto con su familia de Bilbao, con la que tenía relación (su hermana Adela y su tío Toribio), como con su familia de Potes. Mi abuela debía tener mucha información, pero no trasmitió esa información. Es difícil averiguar el porqué de las cosas, sobre todo en los humanos. Probablemente hay un elemento personal, y cada persona responde de una manera distinta. Mi abuela por su forma de ser y por su carácter se llevó todo ese dolor dentro y de alguna manera no quiso trasmitírselo a sus hijos. Esa probablemente sea una de las causas. Esto es una conjetura personal. Porque contar esto siempre es doloroso y traumático para la persona a la que se lo cuentas, porque son sus hijos, los hijos de la persona que han matado. Por otro lado, existe un elemento de protección seguramente. Evidentemente, cuanta menos implicación haya en la familia con las actividades que han originado la muerte de ese familiar, que es ejecutado, menos complicidad familiar con aquello que le ha producido la muerte. Luego, creo que hay otra explicación importante, que tiene que ver con un mecanismo de control ideológico que funciona a través del miedo. Los humanos tenemos una capacidad de aprendizaje importante. Cuando nosotros vemos que a una persona se le ocasiona un daño irreparable con unos grados de crueldad altos, la persona que ve ese ejemplo, lógicamente, aprende rápidamente por dónde tiene que andar, qué es lo que tiene que hacer y cómo tiene que respetar la ideología que ha originado ese castigo “ejemplarizante”.
D: – ¿Después de conocer la carta de despedida de tu abuelo cómo se suceden las indagaciones que haces sobre la figura de tu abuelo?
A.O.: Nosotros le habíamos pedido la documentación a mi tía y la habíamos estudiado; para nosotros no dejaba ser un capítulo familiar en el que había sentimientos ambivalentes, por una parte, de atracción y por otro, de rechazo. Advertíamos el dolor que se había producido y también el dolor de no haber conocido al abuelo, pero fundamentalmente de haber descubierto una historia familiar de una forma… de haberla vivido de una forma traumática, viendo los resultados, las llagas de ese dolor. Digamos que le pusimos cara a mi abuelo por medio de las fotografías y una personalidad, una tremenda humanidad a través de esas cartas que él escribió a mi abuela estando en prisión.
Hace unos 8 años, en una visita que hago a la casa de los padres de mi pareja, veo un libro en su biblioteca con un título curioso “Rescatados del olvido”, y por azar lo cojo y lo hojeo. Y veo que es un libro de Antonio Ontañón, que hizo una investigación de la documentación de la prisión Provincial de Santander en la que recogía datos de las personas que fueron represaliadas en la época de la Guerra Civil y la posterior dictadura. Mientras observo el libro, los que luego serían mis suegros me explican que tenían muy buena relación con Antonio Ontañón, que habían sido compañeros en el trabajo y que conocían su labor memorialista, cómo lo había hecho… Sabían que durante muchas horas fuera de su trabajo visitaba los archivos de la prisión y copiaba, cotejaba fichas, datos, para recomponer esa historia, ese rescate del olvido de las personas que habían sido represaliadas aquí en Santander y en Torrelavega. El libro tiene, entre otras muchas virtudes, la reproducción de muchísimas cartas de personas que iban a ser ejecutadas y que se despedían de sus familiares y de sus allegados. Entonces, ahí compruebo la concordancia de todas ellas con la carta de mi abuelo, veo los listados de las personas, y empiezo a adquirir una conciencia más concreta, más clara de lo que sucedió. Y ahondando más en ese libro había unos listados de personas en lo que me resultó muy fácil y muy rápido encontrar el nombre de mi abuelo con una fecha de ingreso en la prisión y con una fecha de ejecución. Cuando ya continúo leyendo el trabajo de Antonio entiendo de una forma más completa los protocolos que se seguían con los prisioneros que se represaliaban: las denuncias, los juicios sumarísimos, los juicios militares, las ejecuciones, dónde, cómo, etc.
D: – ¿Quieres comentar algo más?
A.O.: Hace unos pocos años, antes afortunadamente de que mi tía Carmenchu falleciese en el 2014, la llevé junto a mi otra tía, Charo, a mi madre, Josefina, y a mi hermano al cementerio de Ciriego para que pudiesen ver el lugar en el que habían ejecutado a su padre, para contemplar las fosas comunes donde le echaron junto a otras más de 900 personas represaliadas (hombres, mujeres y algunos niños) y ver los pequeños monumentos memoriales en los que intervino Antonio Ontañón con la asociación Héroes de la República que él preside. Esta asociación es otro ejemplo de recuperación de esa memoria. Lo cuenta en su libro, con ayuda de otras muchas personas pudo hacer unos monolitos y un trilito, en los que aparecen los nombres de las personas que fueron represaliadas, ejecutadas y que fallecieron por culpa de esta represión. Y llevamos unas rosas y leímos unos poemas. De alguna manera pudimos hacer que mis tías y mi madre pudiesen reencontrarse con su padre casi setenta y siete años después. Y de alguna manera intentamos, entre todos, cerrar un círculo.
Hay otro episodio, con un carácter público, que completa este círculo, ocurrido hace solo cuatro años, con una exposición inaugurada en el Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria (MUPAC) sobre la Vida y muerte en Cantabria a través de su historia. Esta muestra contó entre sus materiales expuestos con la carta de despedida de nuestro abuelo junto con una fotografía suya y otra de nuestra abuela con sus cuatro hijos. En aquella exposición vimos a visitantes anónimos emocionarse leyendo la carta de nuestro abuelo.
Con ello pudimos constatar cómo la figura fantasmal de nuestro abuelo, al que eliminaron físicamente y al que quisieron borrar de nuestra memoria familiar, reaparecía décadas después en una institución pública como humilde testimonio de lo que muchas otras familias padecieron injustamente.