El incendio que arrasó con el centro histórico de Santander entre los días 15 y 17 de febrero de 1941 no fue sólo un incendio.
Como en casi todos los desastres naturales, las llamas arrasaron con las esperanzas y las pobres pertenencias de unas 10.000 personas, las que habitaban las entonces también paupérrimas 14 hectáreas que o ardieron o sucumbieron a la dinamita utilizada para abrir cortafuegos en el bosque urbano de madera y piedra. Al este de la zona afectada habitaban las clases burguesas, que habían salido del casco histórico medieval para ocupar los modernos edificios de piedra y buenos materiales construidos en el ensanche de finales del siglo XVIII. El centro les parecía desagradable y maloliente. Y ya antes del incendio, venía reclamando una reforma integral que les “devolviera la ciudad”.
El incendio fue, entonces, una oportunidad única para las élites y para el régimen dictatorial vencedor de la guerra y necesitado de gestas que ratificaran su misión utópica nacionalsocialista.
Carmen Gil de Arriba, en Ciudad e Imagen, defiende que “para quienes sustentaban el maniqueo discurso dominante, no fue muy difícil asimilar el incendio con el enemigo vencido. (…) Vencido el enemigo: la ciudad vieja, se impone la ciudad nueva y ajustada a los deseos del también nuevo régimen”.
Entre 1941 y 1943, los apologetas falangistas se desgañitaban en discursos destinados a mitificar las cenizas. El ministro de Obras Públicas de Franco, Alfonso Peña Boeuf (el que puso su nombre al túnel comenzado en la administración del alcalde socialista Ernesto del Castillo Bordenabe], le dijo a los santanderinos: “La ceniza, al fin purificadora, formará sus cimientos sanos, fuertes, capaces de seguir sosteniendo en lo más alto el blasón de la lealtad, que fue siempre principal orgullo de la ciudad al grito de ¡Santander por España!”. Ramón Rodríguez Llera, en el estudio La reconstrucción urbana de Santander, matiza: “Fuego purificador, sí, quizás de un asado excesivamente ‘republicano’ que así queda extinguido simbólicamente, proporcionador de solar para materializar la nueva arquitectura y los nuevos símbolos de la legalidad impuesta”.
Mientras, los empresarios transformaban el Plan de Reforma Interior basado en la ciudad orgánica soñada por planificadores como Pedro Bidagor en un gran negocio de especulación. Las “Anónimas Inmobiliarias” publicaron sin pudor: “Señor Gobernador: Se quita usted quebraderos de cabeza. No le pedimos más que nos deje solos. Nosotros constituiremos una anónima, La Inmobiliaria de la Reconstrucción de Santander, S. A., y adquiriremos todos los solares a precios generosos y Santander se verá reconstruido en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos dinero, cemento y hierro”.
El resultado fue que los proyectos para la ‘nueva’ ciudad no solucionaron el grave déficit de vivienda media y barata y “la iniciativa privada se quedó con los mejor del casco urbano y lo plagó de vivienda burguesa (alternada con la oficial y religiosa) de escasa demanda, pero con mejores perspectivas de acumulación capitalista”.
Los mitos que rodearon el incendio y la reconstrucción fueron múltiples. Desde la equiparación del caos del incendio a la República perdedora hasta la dictadura como la plasmación de una nueva era e orden y prosperidad; desde la reconstrucción de una ciudad que nunca se reconstruyó (sólo se restauraron la Catedral y la iglesia de La Compañía) hasta el cuidado de los damnificados que, en realidad, supuso su expulsión a los nuevos arrabales de la ciudad; desde la solidaridad de los pueblos de España con Santander (que cesó en un suspiro ante la corrupción y el mal manejo de los fondos) hasta el mito de la ciudad orgánica que nunca se realizó.
El 75 aniversario del incendio puede, y debe, servir para hacer una revisión crítica del periodo comprendido entre 1941 y 1950 y para no reproducir el modelo especulativo que dejó a la ciudad “vendible” en manos de los promotores inmobiliarios y la ciudad “invisible” en las de las instituciones oficiales.