“Enterado”.

De ese modo, con esa expresión tan críptica y a la vez tan eufemística, el dictador Francisco Franco rubricaba con mano firme y gesto inalterable las sentencias de muerte que, durante todos los años en el poder, se depositaban en la mesa de su despacho del Palacio de El Pardo.

Y aunque la costumbre de matar era un hecho consuetudinario durante el régimen fascista desde la guerra civil, haciendo de todo el territorio español un tremendo pudridero, como ya constataba el poeta Ángel González en 1962 en el poema titulado “Elegido por aclamación” (inmensa mayoría de cadáveres/ le dio el mando total del cementerio), fueron las condenas y ejecuciones que desplegó el Régimen en los años finales de su existencia los que despertaron al mundo a una realidad, como la española, convenientemente adormecida hasta entonces, en un escenario de guerra fría, por intereses geoestratégicos y económicos de los principales países del Occidente capitalista.

En ese contexto, el 3 de diciembre de 1970, en una Europa que presumía de avanzada pero que mantenía en el sur del continente a tres dictaduras militares, la de los Coroneles en Grecia, la del “Estado Novo” de Salazar en Portugal y la de Franco en España, se inició en este país y bajo el régimen mencionado, en un intento de la dictadura por efectuar una demostración de poder, a la par que situaba en el banquillo al independentismo vasco, lo que se dio en llamar Proceso de Burgos o Consejo de Guerra de Burgos. En este juicio sumarísimo, ante un tribunal militar, se encausó a 16 militantes de ETA por actos delictivos cometidos presuntamente en los años precedentes, entre los que destacaban los asesinatos del agente de la Guardia Civil de Tráfico José Pardines (primera víctima de los métodos terroristas de la organización abertzale), del policía Melitón Manzanas, acusado por la oposición al franquismo de torturador y del taxista Fermín Monasterio, aparte de otros atentados y robos.

Las durísimas peticiones preliminares de los fiscales se concretaron el 28 de diciembre de 1970 en una sentencia de nueve penas de muerte para seis de los encausados (Eduardo Uriarte Romero, Xabier Izko de la Iglesia, Unai Dorronsoro Ceberio, Jokin Gorostidi Artola, Xavier Larena Martínez y Mario Onaindia Natxiondo) y más de quinientos años de cárcel para quince de ellos (incluidos los condenados a muerte). Únicamente una mujer, Arantxa Arruti Odriozola, fue declarada inocente.

Sin embargo, desde los prolegómenos del proceso y durante la duración del mismo, la reacción popular ante lo que era considerado como una petición de condenas desproporcionada se materializó en multitud de protestas, movilizaciones y huelgas en el País Vasco y Navarra y una significativa repercusión en  el resto del Estado, así como en la intervención de la Iglesia (dos de los acusados eran sacerdotes) y las severas y constantes exigencias de clemencia desde los gabinetes diplomáticos de un sinfín de países, incluido el Vaticano, además del secuestro por parte de ETA del Cónsul Honorario de Alemania Federal en San Sebastián, ligando su suerte a la de los procesados. Esta presión hizo que el régimen franquista, ante las posibles sanciones económicas internacionales, y perdiendo con ello en el envite gran parte de su poco crédito, diera un paso atrás, conmutando las penas de muerte un par de días después, el 30 de diciembre de 1970.

No tendrían tanta suerte, cuatro años después, el integrante del Movimiento Ibérico de Liberación (M.I.L.) Salvador Puig Antich, y el vagabundo de teórico origen polaco Heinz Chez (o Ches), que fueron ejecutados mediante garrote vil el 2 de marzo de 1974.

Puig Antich, joven anarquista catalán de 25 años, fue condenado a la pena capital por un Tribunal Militar tras la muerte del subinspector de policía Francisco Anguas, ocasionada en un forcejeo durante el operativo en el que se procedía a su detención por su participación en diversos asaltos con los que la organización antifranquista a la que pertenecía financiaba acciones de propaganda.

Por su parte, a Heinz Chez, que en realidad se llamaba Georg Michael Welzel y había nacido en Alemania, cerca de la frontera polaca, se le acusó de la muerte de un suboficial de la Guardia Civil que le descubrió cuando, tras pasar clandestinamente la frontera española por Port Bou, intentaba robar en un bar de la localidad de Vandellós, en Tarragona.

Como en las condenas del Proceso de Burgos de 1970, numerosas organizaciones defensoras de los derechos humanos y mandatarios extranjeros reclamaron el indulto de Puig Antich, pero en esta ocasión de nada sirvieron las protestas. El gobierno franquista, que disponía en sus cárceles de un tercer condenado a muerte, un militar acusado de matar a un superior en una disputa, incluyó en el lote de ejecuciones a Heinz Chez para demostrar al mundo  que en “su” España se “ajusticiaba” igualmente a un preso político que a un preso común. Como ya se ha dicho, ambos fueron pasados por el garrote vil el mismo día, uno en Barcelona y el otro en Tarragona, con apenas media hora de diferencia. Al tercer reo, el militar, le fue concedido el indulto.

Un año y medio después, el 27 de septiembre de 1975 y con la vida del tirano en franco declive (moriría dos meses después) se produjeron los últimos fusilamientos del régimen. También hubo condenas internacionales (famosa se hizo la fotografía del entonces primer ministro sueco Olof Palme solicitando en la vía pública de Estocolmo aportaciones a favor de la oposición a la dictadura española) y apenas ahogadas protestas dentro del país.

Entre finales de agosto y mediados de septiembre de 1975 se efectuaron diversos consejos de guerra en varios acuartelamientos militares a lo largo de todo el Estado Español .

En Burgos fueron juzgados el 28 de agosto José Antonio Garmendia Artola y Ángel Otaegui Etxeberria, de ETA político-militar, por la muerte el año anterior del guardia civil Gregorio Posadas. Garmendia fue condenado a la pena capital por ser el autor material del atentado y Otaegui por cooperación necesaria. Al primero le fue conmutada la pena mientras que el segundo sería fusilado en Burgos un mes después.

El 19 de septiembre se juzgó en Barcelona a Juan Paredes Manot (Txiki), de ETA político militar, por el asalto a una sucursal bancaria en el que resulto muerto en un cruce de disparos el policía Ovidio Díaz. Txiki fue condenado a muerte y fusilado ocho días después.

Entre el 11 y el 12 de septiembre, en El Goloso, cerca de Madrid,  fueron juzgados varios militantes del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota) por el atentado en la calle Alenza de la capital en el que meses antes había muerto el policía armado Lucio Rodríguez. Hubo tres condenas a muerte para Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández Tovar, y José Humberto Baena Alonso. A los dos primeros la condena se les conmutó por penas de reclusión y el tercero sería ejecutado por fusilamiento en Hoyo de Manzanares (Madrid) el ya señalado 27 de septiembre.

A la semana siguiente, el 18 de septiembre, más militantes del FRAP fueron juzgados en las mismas dependencias militares de la provincia de Madrid por el atentado en el que murió el guardia civil Antonio Pose Rodríguez en Carabanchel. Hubo cinco condenas a muerte, de las que tres fueron conmutadas por penas de cárcel, en concreto las referidas a Manuel Cañaveras de Gracia, María Jesús Dasca Pénelas y Concepción Tristán López (en el caso de las mujeres por estar embarazadas). José Luis Sánchez-Bravo Solla y Ramón García Sanz, por el contrario, fueron fusilados, como Baena Alonso, en Hoyo de Manzanares el mismo día en que en Barcelona y Burgos se fusilaba a los dos militantes de ETA ya mencionados.

Como ya hemos apuntado las reacciones a nivel internacional fueron extensísimas. Como botón de muestra, no solo Olof Palme y alguno de sus ministros reclamaron, hucha en mano, ayuda económica en Estocolmo para los antifascistas españoles, sino que el presidente mexicano Luis Echevarría solicitó la expulsión de España de las Naciones Unidas y diversos gobiernos convocaron a sus embajadores en Madrid. Al tiempo fueron atacadas por manifestantes unas cuantas embajadas españolas, ardiendo la de Lisboa. En el País Vasco y Navarra se decretaron tres días de huelga con numerosos enfrentamientos. La protesta, aunque con menor capacidad, se extendió a muchos otros lugares de la geografía española.

Posteriormente, el día 1 de octubre se produjo la respuesta del régimen franquista con una convocatoria de adhesión en la Plaza de Oriente de Madrid, provocada por la avalancha de manifestaciones contra el régimen autoritario, y en la que un Francisco Franco muy deteriorado, acompañado del Príncipe de Asturias, Juan Carlos de Borbón, achacó la tremolina contra España a la muy sobada “conspiración internacional de las fuerzas masónicas y comunistas” que en el mundo son.

Las fotografías que acompañan a esta pequeña historia sobre las últimas condenas y ejecuciones del franquismo, aunque pueda parecer extraño, corresponden a un álbum de futbolistas de la Liga de Primera División en la temporada 1975-1976, porque en los viejos campos de El Sardinero, en Santander, se produjo un hecho excepcional, dada la habitual alergia del mundo del fútbol a cualquier reivindicación política o social que no se alinee con sus propios intereses o los de los negociantes que suelen estar al frente. Era el 28 de septiembre de 1975, al día siguiente de los fusilamientos que hemos referido, durante la celebración del partido en el que contendían el Racing de Santander y el Elche Club de Fútbol. Dos futbolistas del Racing, el vizcaíno Aitor Aguirre y el valenciano Sergio Manzanera realizaron un gesto sencillo pero sumamente peligroso, y saltaron al campo con un delgado cordón negro en las mangas de sus camisolas. Al principio nadie se dio cuenta del simbólico duelo de los dos jugadores por los fusilamientos del día anterior, pero con el correr del enfrentamiento desde las gradas comenzaron a sonar pitidos de protesta en contra de ambos jugadores a medida que las emisoras de radio y parte del público iba tomando conciencia de la motivación. Al descanso la policía entró en el vestuario y con amenazas conminó a Sergio y a Aitor a despojarse de los brazaletes. La segunda parte del encuentro ya jugaron sin ellos y el público futbolero santanderino relajó el fervor patriótico.

No obstante, en los días siguientes, ambos fueron multados con la cantidad nada desdeñable de 100.000 pesetas de la época, además de recibir sendas y variadas amenazas de muerte por parte de grupos de extrema derecha.

El Racing de Santander ganó el partido por dos a uno. Los dos tantos locales fueron anotados por su delantero centro, Aitor Aguirre. Sin embargo, en la actualidad, si algo se recuerda de aquel enfrentamiento deportivo es otro gol mucho más importante, el que dos futbolistas de un modesto equipo norteño, valientes, humildes y dignos, le marcaron a la dictadura en aquellos tiempos oscuros. Un sublime gol por toda la escuadra.