La eclosión de la memoria en los últimos años se ha traducido en un debate público que ha tenido mucho de saludable, en la medida en que ha permitido reflexionar sobre el papel de la memoria y de la historia en la conformación de nuestra sociedad. Lamentablemente, hasta ahora no ha sido posible llegar a acuerdos mínimos sobre el tratamiento de nuestro pasado, fundamentalmente debido a la incapacidad de los dirigentes de los partidos de la derecha de reconocer y proclamar unos principios democráticos elementales, que deberían llevar no solo a la abominación de una guerra civil, que lógicamente todo el mundo comparte, sino también al rechazo inequívoco de quienes mediante un golpe de estado provocaron la misma, y, posteriormente, una vez ganada la contienda, prolongaron el enfrentamiento durante 40 años de dictadura.
La ley de memoria histórica de 2022 ha devenido en un segundo intento de adecuar la representación del pasado a esos principios democráticos. En un país escaso de consensos democráticos claros, no sería necesario sobreactuar en este sentido. Viene esta afirmación al hilo del necesario debate que es preciso igualmente abordar en relación con el mantenimiento de monumentos conmemorativos de clara raíz fascista. El cementerio de los Italianos en el puerto del Escudo es uno de ellos, pero la reflexión puede hacerse extensiva a otros, quizá menos llamativos y únicos. La pirámide en la que estaban enterrados combatientes italianos enviados por el régimen de Mussolini para apoyar a las tropas de Franco en la guerra civil es un recuerdo cuya presencia en las rampas del puerto que separa Cantabria de Castilla-León sobrepasa, como ocurre en tantos otros casos, el indudable contenido ideológico que incorpora. Pero la resignificación de los monumentos conmemorativos es un concepto que se debería emplear con mucha más frecuencia de lo que hasta ahora se ha experimentado. Unos simples paneles explicativos de cómo y por qué había tropas italianas en la guerra civil española, con una clara y taxativa condena del régimen mussoliniano añadida al rechazo incondicional de una dictadura que asoló España durante buena parte del siglo XX, vendría a poner en su sitio al fascismo, impediría cualquier aprovechamiento desde este campo ideológico (posibilidad de albergar concentraciones de ese cariz, apropiación por parte de sus discípulos del espacio,…) y serviría para recordar un episodio de la guerra civil en nuestra región de indudable interés. La misma denominación de ”bando nacional”, tan extendida para referirse a los sublevados, queda en entredicho ante evidencias como la que delata el referido monumento: los franquistas contaron con el refuerzo de las armas y las tropas enviadas por Mussolini y Hitler. Eliminar un lugar que recuerda de manera inequívoca este apoyo no parece la mejor manera de contribuir al conocimiento de nuestro pasado. No es haciendo tabla rasa del pasado como se aprende y como se mejora la sociedad. Al contrario, la historia está para explicarla en su totalidad, no desde una neutralidad imposible, pero si desde un punto de vista imparcial que sitúe la democracia y los derechos humanos como principios vectores de cualquier interpretación. No es necesario borrar las huellas para ejemplificar y difundir esos valores. Al contrario, recordar con espíritu crítico lo que fue la guerra civil y la dictadura es condición necesaria, aunque no suficiente, para construir una memoria viva, activa, basada en y difusora de valores capaces de sustentar una sociedad mejor. Porque no podemos olvidar que la lucha por la memoria no es más que una manera de preparar el futuro.
En definitiva, las políticas de memoria son fundamentales para la difusión de valores democráticos y de respeto de los derechos humanos, que son los que deberían imperar por encima de coyunturas e intereses partidistas. Desde todos los frentes del espectro político se hacen políticas de memoria; el franquismo las hizo, y de ello quedan numerosas huellas en todo el territorio español. Una política de memoria correcta, en nuestra opinión, no implica la destrucción de todo lo realizado desde y por la voluntad de los franquistas. La pulsión eliminatoria de todo vestigio, seguramente bien intencionada, puede tener la consecuencia indeseada de borrar ese pasado que precisamente se quiere recordar para extraer las necesarias enseñanzas, además de facilitar la labor de los negacionistas. Esos mismos que mantienen en algunas de nuestras ciudades, con mención expresa a la capital de Cantabria, denominaciones en el callejero inaceptables en una democracia, como General Dávila o Camilo Alonso Vega, o símbolos institucionales franquistas que en modo alguno pueden catalogarse como bienes de interés cultural. Vox no puede erigirse en guardián de un supuesto patrimonio cultural. Sabemos que lo hace por motivos espurios, pero la mejor manera de contrarrestar sus intenciones es una política de protección y resignificación acorde con los criterios de verdad, justicia y reparación.