El sábado 15 de febrero de 1941, por la tarde, el fuerte viento del sureste no hacía presagiar nada bueno al pie de la Bahía de Santander. Soplaba a unos 144 kilómetros por hora y durante el día había tumbado árboles y varias balandras se habían estrellado contra los muelles. Ya en la madrugada, empujó a un pequeño incendio que comenzó en el número 20 de la calle Cádiz hasta la catedral y esta, de forma coherente con designios nada terrenales, hizo de difusora de la “ira de Dios” para acabar durante el domingo 16, según la Reseña Estadística de la Provincia de Santander, con 377 edificios y 1.783 viviendas, para arrasar 37 calles en 14 hectáreas del casco tradicional de Santander, dos plazas, seis iglesias y conventos, unos 508 comercios, 155 bares y pensiones, nueve imprentas, dos periódicos o 21 clínicas de médicos y odontólogos para dejar a 10.000 personas sin hogar y a 7.000 en las filas del paro forzoso.
Un desastre, un cataclismo ante el que el optimismo del nuevo régimen fascista (“revolucionario nacionalsindicalista”, se autodefinía) no estaba dispuesto a recular. La revista Fotos publicaba siete días después del incendio este texto del periodista falangista Bartolomé Mostaza: “El pueblo de Santander, con su gobernador y jefe de la Falange al frente [Carlos Ruiz García], ha luchado bravamente contra la furia cósmica del fuego y del huracán (…). Ahora bien, la destrucción de Santander, que es una tragedia nacional, puede y debe convertirse en la violenta e inteligente reacción contra la inercia de muchas gentes. Casi todas las grandes empresas de los pueblos arrancan de una catástrofe. Dios, en sus inescrutables designios, está probando con dificultades gigantescas el esfuerzo creador del régimen”.
Lo que se le olvidó citar a Mostaza es que la ira de Dios, además de poner a prueba la fe “revolucionaria” de los santanderinos, le había brindado una oportunidad de oro a las élites de la ciudad.
La reconstrucción dejó la Santander que hoy conocemos y, fundamentalmente, como explica Ramón Rodríguez Llera en La Reconstrucción urbana de Santander, 1941-1950 (Centro de Estudios Montañeses, 1980), supuso la gentrificación del centro de la ciudad [el proceso urbano por el que la población más humilde de un barrio es sustituida por una de mayor poder adquisitivo] y aceleró la especulación burguesa. Los proyectos para la ciudad no solucionaron el grave déficit de vivienda media y barata y “la iniciativa privada se quedó con lo mejor del casco urbano y lo plagó de vivienda burguesa (alternada con la oficial y religiosa) de escasa demanda, pero con mejores perspectivas de acumulación capitalista”.
El incendio dejó sin vivienda a un 8% de la población pero supuso la reingeniería urbana de una buena parte de la ciudad y, quizá, la primera gran burbuja inmobiliaria del siglo XX en España, si olvidamos el ensanche de la misma ciudad de Santander a finales del siglo XVIII o la especulación inmobiliaria del siglo XIX.
La versión oficial y la realidad
La versión oficial y la realidadComo indica Rodríguez Llera en su extenso estudio, “la historia de la arquitectura y de los hechos urbanos es siempre la historia de la arquitectura de las clases dominantes”. Y así ha llegado hasta el siglo XXI la ‘epopeya’ de la reconstrucción de Santander. Una reconstrucción que no reconstruyó casi nada (a excepción de la catedral y la iglesia de La Compañía) y que reinventó un centro urbano a punta de mal gusto arquitectónico, violación de los reglamentos y expulsión de los nadie a la periferia.
Casi como en los actuales planes (Santander 2020, Anillo cultural, etcétera), en los meses siguientes al incendio se vendió a la población un proyecto con “grandes perspectivas, espacios escenográficos, centros representativos, puntos monumentales relevantes en la reorganización, arquitectura de calidad, racionalización planificadora, presupuestos políticos e ideológicos de un régimen revolucionario. ¿Qué fue de todo ello?”, se pregunta el historiador.
Casi nada. O, sí, bastante, pero desde otra óptica: “Al final el proyecto es una mínima racionalización de elementales trazados viarios al servicio de un máximo aprovechamiento del suelo urbano cara a extraer de él los topes del rendimiento (potenciado lógicamente al caer de pleno en manos de la iniciativa privada)”.
La ciudad orgánica
La ciudad orgánicaEl proyecto de reconstrucción se basaba en el concepto de “ciudad orgánica” que defendía desde Madrid el también falangista Pedro Bidagor, presidente de la Oficina Técnica de la Dirección General de Arquitectura. El urbanista Bidagor es considerado por algunos como el padre del urbanismo moderno en España. Otros lo ven solo como uno de los hombres del régimen altamente ideologizado dispuesto a conseguir, a través del diseño de las ciudades, la utopía falangista de la sociedad orgánica fascista.
El propio Bidagor, en su plan para Madrid, redactaba: “Se sustituye una ordenación geométrica por una organización funcional, dividiendo la ciudad en zonas para adoptar cada una un uso especializado. (…) La ilusión de planificar ciudades con una organización perfecta lleva incluso a la utopía de estimar que el establecimiento de ciudades ideales puede ser cauce viable para determinados tipos de redención social”.
Los diseños iniciales así lo apuntaban: un proyecto racional y científico que tenía en cuenta tres grandes núcleos: el defensivo, el religioso (catedral) y el comercial (ensenada) y con especial hincapié en la presencia de la Plaza Mayor o Porticada como articuladora de la vida oficial.
Las extremidades de este organismo vivo que es la ciudad, eran los nuevos barrios planificados en el extrarradio para obreros, operarios y pescadores. Además, una serie de ordenanzas que regulaban desde la estética y los materiales a utilizar en los nuevos edificios, hasta las alturas de los mismos y las vistas paisajísticas, e incluso espirituales, que podían generar.
Los discursos iniciales tras el incendio también iban en la misma dirección. El ministro de Obras Públicas de Franco, Alfonso Peña Boeuf (el que puso su nombre al túnel comenzado en la administración del alcalde socialista Ernesto del Castillo Bordenabe], le dijo a los santanderinos: “La ceniza, al fin purificadora, formará sus cimientos sanos, fuertes, capaces de seguir sosteniendo en lo más alto el blasón de la lealtad, que fue siempre principal orgullo de la ciudad al grito de ¡Santander por España!”.
Ramón Rodríguez Llera matiza: “Fuego purificador, sí, quizás de un asado excesivamente republicano que así queda extinguido simbólicamente, proporcionador de solar para materializar la nueva arquitectura y los nuevos símbolos de la legalidad impuesta”.
Bidagor –al igual que algunos políticos de la ciudad– no contaba con que en el nuevo régimen el negocio pesaba más que la utopía nacionalsocialista. Casi nada de lo planificado ocurrió. La reconstrucción quedó en manos de sociedades anónimas que, en la década de 1950, levantaron 90 edificios con unas 2.000 viviendas de rentas altas de entre 500 y 1.300 pesetas al mes.
Para comparar la cifra solo hay que ver que las rentas en las casas baratas que levantó el Instituto Nacional de la Vivienda para “los nadie” iban de las 15 a las 65 pesetas. El gran proyecto para las “rentas altas” –en manos de la iniciativa privada y de la especulación– se desarrolló en 400 solares donde antes se ubicaban viviendas económicas y fue posible gracias a las prebendas y a las exenciones de impuestos por 20 años aprobadas en 1946. Los constructores, además, no respetaron las ordenanzas y allá donde se indicaban alturas máximas de cuatro pisos más ático –como en Rualasal o Lealtad– llegaron a levantar diez pisos, retrancando las plantas superiores.
Imposible tener los nombres de los miles de damnificados por esta política, pero sí se conocen algunos de los apellidos de los beneficiados: Manuel Laínz, Ribalaygua, Damián Casanueva, Juan Fernández Losada, J.M. Agüero Regato, Lostal, Pérez del Molino, Berta Perogordo, Lucas Rueda Rugama, Hermanos Trueba, Berta Perogordo Losada, A. Palacios, Sainz Trápaga, López Marañón, Gutiérrez y Valiente…
Pobres periferias para pobres
Pobres periferias para pobres¿Y dónde fueron a parar los damnificados de clase baja y media-baja que habitaban el intramuros medieval que ardió en 1941? Incluso… ¿dónde fueron los pobres cuyas casas fueron víctimas de la ambición urbanística y no de las llamas? Pues… muy lejos. Los más afortunados –funcionarios de bajo rango afines al régimen– se quedaron en las “casas baratas” del Grupo Pero Niño (Tantín), Santos Mártires o Nuestro Hogar, en Vía Cornelia. Soldados tuvieron su espacio en la Calle San José. Los pescadores –“la aristocracia de la miseria”, según el libro fruto de la exposición El Avance Montañés– perdieron sus espacios en Puertochico a cambio de un “poblado orgánico” segregado de la ciudad, aislado, “lejos de las tabernas y de la perdición”.
Y los pobres de los pobres tuvieron que conformarse con los barrios ultraperiféricos de carácter “temporal” (aunque la mayoría duraron más de 40 años) y de viviendas “ultrabaratas” –chabolismo ‘dignificado’– del Grupo Carlos Ruiz de Campogiro o de los poblados José Antonio Canda Landaburu o los grupos José María Pereda y Pedro Velarde. En total, se levantaron 1.199 de las 3.011 viviendas prometidas de rentas medias y bajas en el proyecto de reconstrucción de la ciudad.
Poco después del incendio, los empresarios, como reseña El Avance Montañés, le escribían a Carlos Ruiz: “Señor Gobernador: se quita usted quebraderos de cabeza. No le pedimos más que nos deje solos (…) y Santander se verá reconstruido en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos dinero, cemento y hierro”.
Y así fue. El centro fue pasto, ahora, de la empresa privada y del proyecto burgués especulador. El Gobierno se encargo de reconstruir la catedral, así como de levantar las Estaciones, la Plaza Porticada o el resto de edificios oficiales. Y las instituciones de beneficencia, las cooperativas y el INV hicieron las casas baratas y ultrabaratas lejos de la vista de la noble ciudad reconstruida.
El 15 de febrero de 1951, el diario nacional ABC, hacía balance: “Al cabo de los 10 años, Santander, como nueva Ave Fénix, ha resurgido de sus cenizas, más bella, con su espíritu trabajador de siempre, y ese estilo urbano tan señorial de la Montaña, gracias a la protección de Franco”.
Poco antes, en el verano de 1949, el gobernador Joaquín Reguera Sevilla organizó una espectacular exposición en el grupo escolar de Peña Herbosa y publicó un libro bajo el mismo título, El Avance Montañés, que era “la bitácora que describe y prueba las metas logradas con la nave cántabra en su rumbo hacia el engrandecimiento de la Patria, y por la ruta que señaló el Caudillo al grito de ¡Arriba España!”.
Nada contaba el libro de los choques con el alcalde Emilio Pino, de las quejas de los damnificados del incendio ni tampoco de las duras críticas de reconocidos falangistas que consideraban el despliegue propagandístico como “una maniobra para tratar de convencer a las altas jerarquías que vienen durante el verano a las cuales [Reguera Sevilla] recibe con grandes fiestas y banquetes. Mientras tanto le pueblo recibe cantidades irrisorias en los racionamientos y de paso a murmuraciones maliciosas”.
El Avance Montañés sirvió para la promoción del régimen y del gobernador y tapó el perverso modelo de la reconstrucción. Mientras en Santander nacía la figura del promotor inmobiliario disociada, por primera vez, del propietario, mientras unas cuantas familias hacían un festín con las cenizas (y lo declaraba con alegría en la placa que sigue en el número 17 de Calvo Sotelo: “Prima Ex Igne Renata”, destacando el primer edificio noble de los muchos que seguirían tras la terminación de la sede de La Polar)… el régimen conseguía su objetivo.
Carmen Gil de Arriba, en Ciudad e Imagen, defiende que “para quienes sustentaban el maniqueo discurso dominante, no fue muy difícil asimilar el incendio con el enemigo vencido. (…) Vencido el enemigo: la ciudad vieja, se impone la ciudad nueva y ajustada a los deseos del también nuevo régimen”.
Ramón Rodríguez Llera, desde el urbanismo, hacía su propio balance 39 años después del incendio y del proyecto de reconstrucción: “Lo malo es que sólo fue el principio del urbanismo peor planificado (o ‘mejor’, depende de cómo se mire) y más especulativo que imaginarse pueda, con unas consecuencias y extensión en el tiempo imprevisibles… el proceso sigue abierto porque substancialmente nada ha cambiado”.
Hoy, 75 años después, movimientos sociales y asociaciones de arquitectos denuncian que el modelo nacido tras el incendio sigue vigente. El proceso especulativo sigue abierto, quizá, porque nada sustancial ha cambiado. Así, el Pan General de Ordenación Urbana vigente prevé unas 90 actuaciones que supondrán la salida de poblaciones tradicionales hacia la periferia y la “recuperación” de ciertos barrios para las clases medias altas. Ya no es el fuego purificador sino el desarrollismo arrollador el que da forma a la ciudad del siglo XXI.