Ser mujer y militante antifranquista en la última fase de la lucha contra la dictadura conllevaba un sinfín de obstáculos y limitaciones añadidas, derivadas de la problemática conciliación de la militancia clandestina con las responsabilidades familiares impuestas a las mujeres por una forzosa adscripción de roles de género
Este artículo pretende ser una reflexión sobre las dificultades específicas a las que las mujeres activistas tuvieron que enfrentarse en la lucha contra la dictadura durante el tardofranquismo y la primera etapa de la Transición (1968 a 1977). Como punto de partida, se han recogido los testimonios de 27 activistas que participaron en la lucha antifranquista en Cantabria, entonces denominada provincia de Santander, a los que se realizaron entrevistas biográficas en las que contaron su experiencia personal. Ya desde el proceso de búsqueda de posibles entrevistados, se percibió un desequilibrio de género, dado que, pese a intentar que estuvieran representados por igual hombres y mujeres, fue muy complicado encontrar mujeres que hubieran sido militantes, de lo que resultó finalmente una muestra compuesta por18 hombres y sólo 9 mujeres. Esta circunstancia llevó al planteamiento de los siguientes interrogantes: ¿se enfrentaron las mujeres a dificultades, derivadas de su género, que supusieran un freno a sus inquietudes políticas?, ¿fue el activismo una actividad especialmente gravosa para ellas?, ¿el hecho de ser mujer constituyó una rémora para el ejercicio de la actividad militante?
Las desigualdades de género se plasman en dos planos de la realidad, que se realimentan entre sí: en primer lugar, en el plano socio-político y cultural, dando lugar a un patrón de sociedad patriarcal, dotada de unos rasgos, características y valores específicos. En segundo lugar, en el terreno de la experiencia, de las prácticas y hábitos diarios y cotidianos de los individuos, impactando en sus creencias, actitudes, pensamientos y emociones. Por ello analizaremos estos dos aspectos interconectados indagando, por un lado, como era la sociedad española y cántabra de los años 60 y 70, y por otro, cómo estos principios y valores sociales y culturales se materializaron y condicionaron las actitudes y comportamientos individuales.
La sociedad española, durante toda la dictadura e incluso llegados los años 80, estaba sumida y anclada en valores tradicionales en lo que respecta a la igualdad y a la adscripción de roles de género, tal y como recoge Mª Ángeles Durán en la siguiente cita:
“… la estructura social española surge de un principio básico de división de sexual del trabajo: los varones se adscriben a la producción para el mercado y las mujeres se adscriben a la producción dentro del hogar. Ni unos ni otras han tenido tradicionalmente una elevada probabilidad de escapar a su destino social…”
Por su parte, la sociedad cántabra de la dictadura, aferrada a la tradición, muestra su anquilosamiento y resistencia al cambio, como describe Javier Díaz López :
“Entre 1940 y 1980 la provincia de Santander se transformó en una sociedad de masas incompleta: una economía moderna, un intenso proceso de urbanización y una razonable expansión demográfica convivieron con una cultura tradicionalista, una política totalitaria y unos modos de vida extemporáneos. Lo moderno y lo premoderno, juntos, constituían una mezcla anestesiante (sic) en la que no cabían elementos postmodernos (entendiendo por tales las rupturas culturales que se inician en las sociedades abiertas en el segundo lustro de los cincuenta del pasado siglo).”
Veremos a continuación cómo las características del contexto social y cultural que se acaban de describir han conformado la experiencia militante de estos 27 activistas, especialmente de las 9 mujeres, que han tenido que sortear innumerables obstáculos para conquistar los espacios del activismo, espacios de dominación masculina, y enfrentarse a las dificultades inherentes a la conciliación de la vida familiar y la vida política. El espacio del hogar, perteneciente al ámbito privado, y el espacio de la politeia, perteneciente al ámbito público, están delimitados de forma física y simbólica, por eso es tan difícil traspasar sus fronteras. Teresa del Valle señala que la mujer, confinada al ámbito doméstico, sigue cargando con los roles reproductivos y asistenciales atribuidos a su género cuándo sale de su casa y ocupa puntualmente el espacio público para realizar tareas concretas como ir al mercado, al parque con sus hijos o a una oficina administrativa para realizar alguna gestión. En el ámbito de la participación política, las mujeres partían de una situación de desigualdad y desequilibrio de género, ya que las exigencias de la vida cotidiana y sus demandas, especialmente en los casos de mujeres con hijos, compiten con las exigencias de un compromiso político de alta intensidad y alto riesgo, como fue el activismo antifranquista, creando serios problemas para compatibilizar ambos. Por este motivo, como apunta Richard Flacks , el compromiso activista es más probable cuánto más libre se esté de responsabilidades convencionales, como son las derivadas de la familia, el hogar o el trabajo, circunstancia que concurre con mucha más frecuencia en los hombres.
La actividad militante clandestina se caracterizaba por su intensidad, el alto nivel de compromiso y la inversión de ingentes cantidades de tiempo y esfuerzo, que se escatiman a otras esferas de la vida. Simultanear familia y militancia antifranquista no siempre resulta sencillo; requiere la adopción de diferentes estrategias que minimicen los sacrificios y costes personales de la implicación. Se han encontrado bastantes diferencias por razón de género, en cuanto a los problemas que plantea conciliar activismo y familia, así como a las formas de afrontarlo y darles solución.
Por un lado, los activistas varones entrevistados priorizaban la militancia, a la que dedicaron prácticamente todo su tiempo, por encima de la familia. No se plantean este aspecto de la vida como problemático, al no percibir las tareas del hogar como un deber u obligación propios, ni como una necesidad, al tenerla cubierta; por el contrario, reconocen que han sido sus esposas o parejas, en muchos casos también activistas, las que llevaron el peso principal de la casa y la familia. Jorge Gómez (los nombres utilizados en este artículo son ficticios, con el fin de preservar el anonimato de los entrevistados) señala:
“…tengo que decir que si no es por, digamos, el sacrificio de mi compañera, que apechugó con la carga mayor de la carga familiar y tal. Yo tuve libertad de movimientos. De lo cual no es que arrepienta, no lo siento, es que fue así, porque te veías involucrado en cosas, te empujaban, te arrastraban, y…”
Manuel Villaescusa, casado con una mujer también activista, afirma que en su caso “no ha habido ningún problema”, porque su mujer se hizo cargo de las obligaciones domésticas. Lo mismo que Eduardo Ponce, que reconoce: “yo he podido compaginar porque mi compañera, mi mujer, pues es ama de casa”. En estos casos las mujeres, al estar casadas con un activista, tuvieron que supeditar sus propias aspiraciones políticas a las necesidades de la familia y cumplir su papel de esposa y madre por encima de su rol militante. Al priorizar el activismo sobre la vida personal y familiar, los hombres compelían a otra persona, su mujer o compañera, a que cargara con el peso de las tareas derivadas de la familia y el hogar de las que ellos se habían desentendido. Hay que resaltar que los términos en que se llevaba a cabo el reparto de las labores y obligaciones domésticas entre hombres y mujeres eran menos el producto de pactos o negociaciones en un plano de igualdad y libertad, y más un producto cultural que obliga y constriñe a la mujer a asumir como suyas estas obligaciones y realizar los sacrificios necesarios para compatibilizarlas con otros aspectos de su vida, como puede ser el activismo.
Las 9 mujeres entrevistadas, de las cuales 8 se casaron y 6 tuvieron descendencia, se ocuparon fundamentalmente de las tareas del hogar y el cuidado familiar, y por ello tuvieron que poner en funcionamiento diversas estrategias para compatibilizar la familia y los hijos/as con el activismo antifranquista de alto riesgo, entre ellas contratar personas externas y pedir ayuda a familiares, amistades y compañeros/as de activismo. A lo anterior hay que añadir que, a excepción de una, todas ellas trabajaban fuera del hogar, en ocupaciones por cuenta ajena, lo que complicaba aún más la gestión del tiempo, especialmente en las épocas de crianza de los menores. Este hecho las llevó a tomar decisiones imaginativas y poco convencionales en determinados momentos de su ciclo vital en que les parecía imposible poder con todo: la casa, los hijos, el trabajo y la militancia. Alicia Eloy fue madre coincidiendo con una etapa de gran actividad política y sindical, por lo que optó por llevar a sus dos hijos a los lugares donde se realizaban las actividades políticas y hacer las reuniones clandestinas en su casa mientras los niños estaban dormidos. Patricia Igarzi recuerda que llevaba a su bebé a las reuniones y allí le daba el pecho. La contratación de personal externo para el apoyo en la realización de las tareas propias de organización y cuidado del hogar no estuvo disponible para todas las mujeres por su coste económico, por lo que la mayoría contó con su propio esfuerzo y con la ayuda de familiares y compañeros/as de activismo con los que les unían unos lazos afectivos muy fuertes, similares a los familiares.
Además de los problemas de conciliación, algunas de las entrevistadas tuvieron que hacer frente a situaciones muy difíciles, al ser objeto de comportamientos y actitudes discriminatorias por el hecho de ser mujeres y activistas, especialmente en el ámbito laboral y en el movimiento sindical, en el que el machismo estaba muy presente, incluso entre sus propios compañeros de militancia. Se ha recogido el relato de dos mujeres, obreras y sindicalistas, que sufrieron discriminación y en uno de los casos algún episodio de maltrato en el centro de trabajo. La primera de ellas, Elena Alcorta, cuenta que sus compañeros no soportaban que las mujeres ganasen lo mismo que ellos, y mucho menos que accediesen a cargos de responsabilidad y poder dentro del sindicato. La segunda, Marina Córdoba, era la única mujer ocupando un cargo en el Comité de Empresa y recuerda que muchos compañeros le decían que se marchase de la fábrica para dejar el trabajo a sus hijos.
Con las reflexiones y las vivencias que se han relatado en este artículo se ha pretendido visibilizar las dificultades, imperceptibles a primera vista, a las que las mujeres que ejercieron la militancia antifranquista tuvieron que enfrentarse, en las últimas etapas de la dictadura y los inicios de la Transición, al desafiar el orden establecido saliendo del espacio del hogar al que habían sido confinadas y ocupando los espacios públicos del activismo y la política, reservados a los hombres. Del mismo modo se ha querido realizar un reconocimiento a estas mujeres activistas, valientes y audaces, que lucharon contra la dictadura en unas condiciones mucho más precarias y dificultosas que sus compañeros de militancia varones.