• El incendio de Santander de 1941, con la reconfiguración social y urbanística del centro, y la acción política de la Dictadura han contribuido decisivamente a consolidar un imaginario de ciudad, asumido por la mayoría, que empezó a cimentarse algún siglo atrás

 

Sorprende que las señas de identidad santanderinas más notorias sean las propias de las de una parte minoritaria de su población, una de las clases sociales: la burguesía. En la misma línea, resulta igualmente llamativo que apenas queden manifestaciones del sector mayoritario y popular, en una ciudad que, no lo olvidemos, fue comercial, pero también en un tiempo industrial y, en cualquier caso, obrera.

La construcción de la imagen de una ciudad precisa del aprecio de los rasgos que caracterizan a la generalidad de sus habitantes. La inducción, transmisión y fijación de elementos más novedosos requiere el manejo de las emociones de las personas. La burguesía comercial santanderina, de manera consciente unas veces y otras aprovechándose de situaciones azarosas o coyunturas políticas, ha logrado con notable éxito afianzar una determinada visión de ciudad, que ha sido asumida por la mayoría de sus habitantes, y proyectarla al exterior. Una visión de parte, especialmente útil para el mantenimiento de sus propios intereses.

La creación de esta imagen de ciudad, que ha impregnado de alguna forma a toda la sociedad, se percibe en aspectos tanto urbanísticos, como culturales o políticos, pero sobre todo en la forma de pensar sobre las cosas de muchos de los santanderinos. Hoy en día nuestra sociedad globalizada permite fácilmente difundir modelos culturales nuevos, pero no era tan sencillo en épocas pasadas y, sin embargo, la burguesía logró hacerlo tan eficazmente que parece que sus intereses y gustos son los de todos. Han construido una ciudad a su medida física y mentalmente.

La ciudad sucia y destartalada, que Jovellanos describe en las postrimerías del siglo XVIII, albergaba, según este mismo autor, una élite aparentemente culta y distinguida que en poco podía identificarse con un espacio como el de la vieja puebla crecida en época medieval y moderna.  La burguesía buscaba la representación de su posición social dotando al mismo espacio urbano de un contenido simbólico. Al poder económico se unió el poder político, que asumió muy pronto, y al que solo determinadas fuerzas tradicionales, como la iglesia, se opusieron sin que resultase un obstáculo demasiado difícil de superar, aprovechando un momento histórico en que el dinero derivado de la actividad comercial e industrial comenzaba a ser un elemento clave de prestigio social. Desde muy pronto fueron creándose planes de expansión urbana con una innegable voluntad de mejorar los espacios y la calidad de vida de estas personas, lejos del nivel de hacinamiento y podredumbre en la que se convivía dentro de los límites de la ciudad vieja. Paso a paso, de manera clara, se fue configurando el Santander dividido en dos que hasta el incendio de 1941 mostraba los edificios de vivienda y los comercios que se asomaban a la Bahía y sus partes traseras con plazas de tamaño considerable, buenos materiales de construcción y grandes ventanales, frente a los edificios de viviendas mil veces divididos, con fachadas sucias, cargadas de humedad y sin apenas huecos para la ventilación.  El resto de la ciudad se iba desdibujando hasta diluirse en un espacio a medias entre lo rural y lo urbano.

Fiesta del Rosario de 1959 en Revilla de Camargo. Colección Valentín Andrés/Desmemoriados

El poder del dinero en Santander fue innegable. Durante el siglo XIX la burguesía autóctona se vio reforzada por otra procedente del País Vasco y sobre todo de Castilla, a los que Moreno Lázaro llama harinócratas, al calor del comercio con las colonias, especialmente con el tráfico harinero que enriqueció a estos comerciantes que pronto pasaron de contratar el transporte de mercancías a disponer de sus propias flotas. Por aquel tiempo, apellidos de relumbrón que cualquier santanderino observador en la actualidad reconoce empezaban a tener presencia, superponiéndose a los anteriores y estableciendo alianzas familiares a través de matrimonios concertados. La burguesía santanderina del siglo XIX acabaría siendo una especie de gran familia.

Fue también en el siglo XIX cuando aprovechando modas y oportunidades históricas se produjo otro salto espacial trascendente, plasmado en el aprovechamiento urbanístico del Sardinero. En este empeño resulto proverbial la ayuda impagable de las estancias regias, que comenzaron con la visita de Isabel II en 1861. La inversión, que tuvo en el palentino Juan Pombo una de sus figuras señeras, consiguió una rentabilidad extraordinaria, más aún si tenemos en cuenta que fueron sus promotores quienes más se beneficiaron de la puesta en servicio de negocios turísticos, logrando así otra vía de diversificación de las inversiones, muy apreciable una vez que se extinguió el negocio colonial. Además, las estancias regias cargaban de un cierto glamur la ciudad, atrayendo nuevos visitantes, e incrementaban la propia imagen e influencia de la burguesía local, dado el carácter simbiótico de la relación. El Sardinero fue un gran negocio, allí edificaron sus casas algunos de nuestros hombres y allí fue, donde se asentaron, y aún siguen haciéndolo, quienes pretendían mostrar los frutos de su ascenso social. Bien es cierto que, perdido el valor diferencial del Sardinero con la popularización del turismo, muchas de las lujosas residencias fueron convertidas en bloques de viviendas, monetizando el mermado encanto que aún persistía.

En el terreno urbanístico, la burguesía santanderina ha tenido buenos aliados: de una parte, el azar, definitivamente burgués a lo que parece, y de otra, el poder político. Tanto la explosión del vapor Cabo Machichaco (1893), como especialmente el incendio de Santander de 1941 resultaron buenas oportunidades de enriquecimiento y, sobre todo, de transformación de la ciudad en un gran negocio a costa de miles de santanderinos de extracción humilde, expulsados del espacio en el que vivían, en una especie de proceso de reconquista del terreno por parte de aquellos que lo habían abandonado. El incendio de Santander acabó con buena parte del casco histórico. La reconstrucción borró los rasgos, incluso orográficos, de lo que fue el Santander tradicional y dio paso a un modelo urbanístico, en palabras de Rodríguez Llera, “peor planificado (o “mejor”, depende cómo y quién lo mire) y más especulativo”. Los nuevos edificios construidos fueron ocupados por la poca clase media de la época, formada por funcionarios de alto rango, profesionales liberales, comerciantes medianos y poco más. Así, donde hubo hacinamiento y casas pequeñas que albergaban multitudes se erigieron otras más altas, amplias y para muchas menos familias. Los habitantes anteriores fueron distribuidos por otras zonas de la ciudad, privados incluso de la imagen física de aquellas calles que desaparecieron y de las que apenas dejaron el nombre. A partir de aquí se fue configurando la imagen del Santander actual, la de una ciudad escaparate volcada fundamentalmente en su fachada marítima, en la que es perceptible el poderío ejercido por la burguesía, que cohabita con una trastienda menos apetecible que incluye las casas del resto de la población que, igual que antes del incendio, siguieron siendo feas, húmedas y mal ventiladas.

Anuncio de las actividades de verano de la ciudad de Santander. Revista de Santander número extraordinario 1930.

La burguesía santanderina no sólo conquistó y cambió el territorio urbano, sino que buscó marcar el espacio del ocio y de la cultura, adaptándolos a sus gustos, propios de una clase más culta que el resto, al menos en su cúspide, aunque autores como José María Pereda o Emilia Pardo Bazán ridiculizaran la forma de expresarse de miembros del comercio local, mediana burguesía, por incorrecta en un caso, y la “escasez” de libros en estas casas burguesas, en el otro.

Sin embargo, supo adaptarse a los tiempos con proverbial rapidez. En el siglo XIX, especialmente, Santander estuvo conectada con los movimientos culturales del momento. La necesidad de manifestar una separación simbólica, también en cuanto a los gustos, mostrar la relación con las corrientes y las modas europeas, el mayor nivel cultural y la intención misma de diferenciarse motivó la creación de productos propios para su ocio, configurando espacios de relación exclusivos muy al estilo de las formas imperantes en Paris o Londres. Así, se fundó en 1870 el Club de Regatas de Santander: “los hijos de los grandes comerciantes, navieros y consignatarios, fascinados por las actividades marítimas, comienzan a participar en tertulias en las que se discutían ideas derivadas de las frecuentes excursiones que realizaban…”, como se recoge en su página web. De este Club surgió algunos años después el Club Marítimo, en 1927, ambos puestos bajo patrocinio Real. En 1906 se creó la Sociedad de Lawn-Tennis de Santander, que desde 1909 pasó a ser presidida honoríficamente por el Rey Alfonso XIII y poco después adoptó el nombre de Real Club Sociedad de Tenis de La Magdalena. Según señala el propio Club, “Con el inicio del veraneo regio el número de socios aumentó considerablemente entre los que figuraban las más distinguidas familias de Santander”. Un apunte local de conciencia de clase.

Como contraste, el limitado ocio de los santanderinos de clase baja se centraba en las tabernas, vedadas por otra parte para las mujeres de buena reputación, bailes donde entablar relaciones y el fútbol, ya con el transcurso del siglo XX. Los festejos populares no eran muchos, pero tenían su importancia, aunque fiestas como las de Santiago establecidas como “oficiales”, que se celebraban en la Alameda, congregaban a los santanderinos, especialmente de modesta extracción, durante un corto periodo del verano, dependiendo del momento, esencialmente en barracas de feria, puestos variados, algún baile y, sobre todo, toros y fuegos de artificio. Tanto es así, que la Cámara de Comercio de Santander en los primeros años del franquismo se llegó a quejar de la pobreza de actividades de la fiesta, insuficientes para animar el estío.

Aunque actividades reseñables como la Universidad Internacional de Verano (1933), luego Menéndez Pelayo, tuvieron gran influencia en la vida cultural, no estuvieron directamente relacionadas con las actividades de la burguesía local, aunque si fueron aprovechadas por esta para la creación del ideal de ciudad culta, “Atenas del Norte” -tan manido, por otra parte-, de la que presumir, incrementando el valor simbólico de su Santander.

El franquismo, como es lógico, daría una nueva oportunidad para consolidar la expansión hegemónica del imaginario burgués con la creación de programas como el Festival Internacional de Santander (1952), que “nació con la idea de proporcionar una oferta cultural a los estudiantes extranjeros que acudían a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo”, aunque hay autores que sostienen que fue un intento del régimen franquista de buscar la legitimación internacional a través de la cultura, aprovechando la presencia de extranjeros en los cursos de verano; personas que, a la vuelta a sus países, se convertían en embajadores de una España que les había fascinado; una España preciosa, pero sin los molestos y pobres españoles. El FIS es un ejemplo de cómo la escasa oferta cultural santanderina atraía a población de todo tipo; en principio tuvo un carácter más variado, donde cabían tanto coros y bailes populares como música o danza clásica, pero se fue decantando hacia lo “culto”. El éxito del FIS puso a Santander en el mapa de la cultura de élite en un tiempo en que estos eventos escaseaban. Sin embargo, constituye un buen ejemplo para calibrar el tremendo éxito del programa burgués en nuestra ciudad, puesto que el recuerdo de las noches de la Porticada es un tópico ciudadano. Y más si tenemos en cuenta que, de esos momentos memorables, la mayoría de los santanderinos lo único que percibieron fue la parte exterior del recinto que los albergaba.

Para los ciudadanos de menor poder adquisitivo o menor nivel cultural quedaba el programa más popular y barato del auditorio del Sardinero, cuyo único coste, en su caso, era el pago de la silla o las fiestas del barrio.

Así las cosas, esa construcción de la imagen de Santander por una parte minoritaria de su tejido social, que viene detentando el poder económico y político desde algún siglo atrás, ha sido asumida por la mayor parte del mismo sin demasiados conflictos. Ha transmitido una imagen parcial de la ciudad como si fuera la de todos, consolidando con ello sus intereses. La disonancia entre realidad e imaginario se resuelve con permanentes apelaciones a pasadas y supuestas grandezas y palabras tantas veces escuchadas: el marco incomparable, la Atenas del Norte, la bahía más bonita, el orgullo por el veraneo real, el costumbrismo del campesino bueno y honrado o el pescador abnegado, aunque algo casquivano, o los baños de ola como paradigma de lo que se pretende preservar en la memoria ciudadana.  Lo popular siempre al servicio de las élites. Éxito total, hay que reconocerlo, de una clase, pudiente y minoritaria.

De este modo sorprende menos que Santander sea la única capital de provincia española, junto con Bilbao, en la que no se ha producido una mínima alternancia real en el gobierno municipal desde la llegada de la Democracia.

Bibliografía

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