Tal vez no sea cierto que el abuelo se sentaba todas las tardes de verano a la puerta de la cuadra en la que pacían cuatro o cinco vacas. Encendía un cigarrillo mientras miraba distraído más allá de la vieja tapia que tenía enfrente. En algún momento, cualquiera de sus nietos se sentaba a su lado sin decir nada. Como él, gente de pocas palabras. La abuela solía llamar más tarde desde el balcón para la cena y entonces el abuelo se calaba la boina, decía entre dientes algo sobre luchar por la vida y tiraba con parsimonia para la cocina.
No está comprobado, pero es posible que alguna de aquellas calmadas tardes con el sol en su declive, el nieto mayor se acercara al abuelo anunciándole que al curso siguiente empezaba estudios de maestro. Y seguro que el abuelo, con orgullo disfrazado de socarronería, al tiempo que apuraba el pitillo le advertía que no iba a ser él a estas alturas, por muchos proyectos de maestrillo que tuviera, el primero de la familia en entrar en la Universidad.
El abuelo, según parece, cuando era joven tuvo carnet de la U.G.T. (aunque luego la abuela lo escondiera y nunca más volviera a aparecer) y a resultas de esa “veleidad” estuvo luego en la guerra pegando tiros en el Frente Norte, allá en los límites con la provincia de Burgos. Pocos debió pegar, porque no ganó ninguna batalla, ni mató nada ( –abuelo, abuelo, ¿y tú mataste a muchos en la guerra?-) y es que, según le contaba a duras penas al nieto curioso, él disparaba al frente y allá lejos no se veía a nadie. Pocos debió pegar, porque a las primeras de cambio cayó el Frente Norte en la parte en la que él estaba y se vio de buenas a primeras de estudiante de chinches y becario de piojos en la Universidad de Deusto. Dudoso honor aquel de ser el primer universitario de la familia, hasta que muchos años después un nieto descastado pretendiera arrebatárselo.
Escribo sin mucha seguridad sobre el asunto pero debió ocurrir que el abuelo fue pasando de colegio mayor a colegio mayor y de facultad a facultad, con más o menos suerte en el destino, hasta el final de la guerra, licenciándose “cum laude” en ganas de comer y con notas de mucho mérito en el temor a las sacas de todas las noches, por si a él también le nombraban, que no era cuestión de dejar el avío en tiempos tan necesitados y con su primera hija en el pueblo, ya con más de un año de edad, y a la cual todavía no había tenido el gusto de conocer.
Hablo de oídas, pero a la hija la vio por primera vez cuando, ya con cuatro años sobrepasados, la llevó al bautizo entre sus brazos en un permiso de la mili. Y es que el abuelo enlazó a su pesar la guerra con el tiempo en el que le tuvieron “concentrado” (en sus estudios) y más tarde con el servicio de 24 meses a la nueva e inoportuna patria.
Y en esto consistió la educación del abuelo.
Desde entonces hasta que el abuelo, muchos años después, se sentara con su nieto a la puerta de la cuadra en alguna de aquellas tardes de verano, todo, todo, todo, fue silencio.