La condena

Nada importa morir, pero no vivir es horrible.

Víctor Hugo.

El hombre al que gustaba dormir la siesta sobre la hierba, recibiendo el calor del sol, tiene ahora un fusil.

A aquel otro, que viajó hasta la capital para ver cuadros, tan solo le corresponden medio jergón, rata y tres cuartos y trescientas diecisiete chinches.

El hombre que canta canciones que aprendió de niño viste un uniforme gris.

Aquel otro, que recuerda poemas en silencio, se envuelve en una manta agujereada y marrón.

El hombre al que gustaba escuchar el canto de los pájaros camina por los pasillos vociferando. Como demonio en infierno martirizando almas, reparte sopapos, patadas, culetazos. El hombre que cuando era niño imitó a un gorrión ha cambiado tanto que no se reconoce. El terror acumulado lo ha envilecido. En las pocas ocasiones en que reflexiona y piensa en sí, no se gusta.

Aquel otro, que cada mañana leía a sus alumnos textos de Juan Ramón, ha cambiado también. No tiene la certeza del desamparo de su mirada porque no se puede ver, pero lo intuye cuando ve a otros como él. Le rodean cientos de ojos que transmiten el vacío de quien nada tiene: perdieron los hogares donde no habitaron, los hermanos que no llegaron a conocer, los hijos que nunca tuvieron.

Al hombre que pescaba truchas con las manos se le acelera el corazón cuando ve el terror en la mirada de otros, por eso grita y golpea. Por eso amenaza, en ocasiones, con disparar su fusil. El hombre al que gustaba escuchar el canto de los pájaros no era así el día en que imitó a un gorrión. A veces, en ocasiones, se quita el sueño y durante la noche da tantas vueltas en la cama que podría atravesar océanos. Tiene úlceras en la conciencia. Pero a la mañana siguiente aparece de nuevo el diablo entre penumbras. No consigue evitarlo.

Aquel otro, que en su pueblo ansiaba la ciudad y que ahora añora su pueblo, se ha olvidado de sentir miedo. Es algo que ocurre a quienes, como él, sólo les corresponden medio jergón, rata y tres cuartos y trescientas diecisiete chinches. No le queda nada, no le queda nadie. Tan poco queda al hombre que añora su pueblo. Si acaso, sólo al terminar un día bueno, intuir la puesta del sol.

El hombre que conocía todos los árboles no comprende como aquel otro, que usaba unos lentes redondos que también perdió, no lo rehuye como los demás, no se arrodilla como los demás, ni porqué le mantiene la mirada profunda de los miopes mientras le grita. Y como al hombre que canta canciones que aprendió de niño le aterra lo que no puede entender, un día cumple su amenaza y dispara su fusil. Y el otro hombre, el que una vez viajó hasta la capital sólo para ver cuadros, muere, agujereada una vez más su manta marrón, sin que cambie su mirada de vacío, de nada.

Libre, de nuevo, como un gorrión. Como cualquier otro pájaro.

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Publicado el

6 de junio de 2013