Aunque sea un tópico, la vida en la Dictadura era como el capote de la policía: gris y espesa. La magnífica vida cultural de la IIª República, entre asesinatos, cárceles, defunciones y exilios, había quedado reducida a cero.
Los libros había que buscarlos en la trastienda de las librerías: pocas, de conocidos y generalmente pésimas traducciones. El cine permitido estaba destrozado por la censura (caso tópico el de “Mogambo”, que por ocultar un adulterio lo convirtió en incesto). El teatro se salvaba por grupos independientes, que tenían que hacer toda suerte de juegos malabares para decir sin decir, insinuando sutilmente. El Rock, los Beatles, los Rolling eran considerados demoniacos. La radio y la prensa estaban sometidas a una feroz censura y noticias de obligada inserción. Pero nos acostumbramos a leer entre líneas y a hacer segundas lecturas.
No obstante la monstruosa represión, en los años cincuenta algo se mueve. Ya en los sesenta tenemos las luchas mineras en Asturias y Vizcaya, fundamentalmente, y la creación de las primeras “comisiones obreras”.
En la universidad reinaba el “Sindicato Español Universitario” (SEU), engendro obligatorio e inoperante copiado de los modelos nazi y fascista. No obstante en los años sesenta la agitación se acrecienta: se crea el “Sindicato Democrático de Estudiantes” en Barcelona, Madrid y Valencia, y surgen semillas de resistencia en las demás universidades.
En esa línea en los cursos 66-67 y 67-68 se implanta el Sindicato Democrático en Medicina de Zaragoza. Soy elegido delegado de curso y subdelegado, y delegado de Facultad, respectivamente. Esto y el ingreso, en enero del 67 en el PCE, me obligan a estar en primera fila en todas las reivindicaciones, tanto académicas como políticas (huelgas, asambleas y manifestaciones).
La Universidad estaba trufada de confidentes (sociales, bedeles, algún que otro profesor fascista, el Servicio de ¿Inteligencia? Militar) que profesional o espontáneamente daban cuenta a la policía de todas las actividades “subversivas” y de sus promotores. Así en el curso 66-67 fui llamado dos veces a comisaría para, en un tono paternal-amenazador, aconsejarme no meterme en política y ser discreto y obediente. Fue un curso políticamente tranquilo, aunque con gran actividad sindical y cultural (conferencias, recitales y teatro).
El curso 67-68 empezó mal. Fui elegido delegado de Facultad, cosa no permitida por el SEU (tenían que ser alumnos de 5ºó 6º, y yo lo era de 3º) por lo que el Rectorado no reconoció la representatividad. Tras un referéndum en la facultad, fui nuevamente elegido y de facto reconocido por el Decano. Las visitas a comisaría ya no eran paternales. Setenta y dos horas en comisaría, que era lo que permitía la ley. Bocadillo de sardinas para comer y cenar. Ir al baño según el humor de los policías y calabozos diminutos o celdas mayores con presos comunes. La sensación de indefensión física se unía a la psíquica, con los continuos gritos, llamadas, luz perpetuamente encendida y el continuo abrir y cerrar de puertas; hacía que prácticamente fuera imposible dormir. Los interrogatorios solían ser por la noche, pero era imposible adormilarse porque las bofetadas te venían de donde y cuando menos lo esperabas. El miedo, los insultos, los sarcasmos, el número de policías en los despachos… Todo para desmoralizarte y, en esa minusvalía psíquica conseguir que cantaras. Las declaraciones las redactaban ellos. La conciencia de tu responsabilidad ante tus compañeros y camaradas hacía que te resistieses a caer en sus provocaciones. Al final salías de la comisaría con una sensación agridulce de orgullo y, por otra parte, de humillación. Se mentía estupendamente. Se negaba todo.
Los compañeros detenidos en manifestaciones solían acabar con multas, tras las 72 horas en comisaría. Entonces venían más manifestaciones, más manifestaciones, más sablazos a abogados, profesores, profesionales progresistas y suscriptores en las facultades.
En abril del 68, tras una asamblea de universidad, se me ocurrió cambiar el itinerario –siempre era el mismo-. ¡Ahí fue Toya! Nos detuvieron y encarcelaron a tres (el delegado de ciencias, Helena Iraola, muy popular en medicina y a mí). Estuvimos muy poco tiempo en prisión (3 o 4 meses) gracias a las manifestaciones ante la prisión, como a las gestiones de Rector (solo con el decano de ciencias) como del buen decano de Medicina (Dr. Ricardo Lozano). Salimos sin fianza.
A mí, aprovecharon la coyuntura y el Gobernador Civil me impuso una multa por “desviar una manifestación no autorizada”. Aprovecharon y me ignoraron la prórroga de la mili. Sin sortearme siquiera con mi promoción me mandaron a Melilla y, no contento con esto, cambiaron mi destino. Nueve meses en el peñón de Alhucemas, sin ningún permiso (incluso prohibieron que ejerciese de sanitario, que tenía ventajas; aún así ejercí, pues el nominal era carpintero). Todos los represaliados los mandaban a África, Sahara o a regimientos y destinos lejanos y de castigo. Como mi incorporación fue en mayo, y no dieron ningún permiso, no me pude examinar y perdí un curso. Despreciando el “no bis in id” tuve una sanción penal (cárcel), administrativa (multa), sutilmente académica, y militar.
En el 69-70 trece compañeros –otra vez en mayo- fuimos expulsados a perpetuidad de la universidad de Zaragoza. A otra compañera (Nieves San Vicente) y a mí no nos admitían en ninguna otra universidad en el curso 70-71. Al fin nos admitieron en Valladolid, pero con prohibición de asistir a las facultades. En resumen cuatro cursos perdidos.
Tras el asesinato por la policía de Enrique Ruano, en enero del 69, y las consiguientes y multitudinarias movilizaciones fue declarado el “estado de excepción”, lo que, entre otras cosas, conllevaba la estancia en comisaría por lo que estimaran oportuno. Las torturas no se hicieron esperar. Los médicos de las cárceles eran remisos a dar parte de las lesiones y el juez del Tribunal de Orden Público (TOP) no admitía preguntas sobre torturas y malos tratos. Se instauraron comisarías en las facultades y una sección especial dedicada a la universidad en el TOP. El número de estudiantes detenidos y juzgados fue enorme.
El consejo de guerra de Burgos, y las peticiones de pena de muerte para los acusados, hizo que las reacciones, nacionales y extranjeras contra el fascismo fueran enormes. Se decretó otro estado de excepción de seis meses. Más detenciones a mansalva.
En este contexto de agitación, fui detenido en Santander (no había podido matricularme en ninguna universidad) y trasladado a Zaragoza. Estuve en comisaría uno diez días y permanecí en el penal de Torrero (Zaragoza) hasta julio del 71, acusado de ser enlace del Comité Central del PCE (nunca pertenecí al comité) y ETA. Se me impuso una multa de 50.000 pesetas. Y salí en libertad bajo fianza. Fui juzgado y condenado (por asociación ilícita y propaganda ilegal) e indultado años después (Junto con los condenados de MATESA, donde estaban implicados varios ministros).
Finalmente, el 23 de noviembre del 75, muerto el dictador fuimos encarcelados en Valladolid, por propaganda ilegal, durante aproximadamente un mes… y hasta hoy. Esperamos que siga, aunque el mayor y progresivo recorte de libertades no me tranquilizan demasiado.
Estoy orgulloso de todo ello, pues como decía el Quijote: “Por la libertad se puede y debe dar la vida”