El cantar de Guzmán Álvarez desde la prisión de Burgos

Desde la conducción, y hacia finales de 1938, quizá llegó a atisbar los muros del penal, los muros de aquella “catedral invertida hacia la tumba” que sufriese también el poeta comunista Marcos Ana. Después de atravesar siete puertas, ya no volvería a verlos así, desde fuera, hasta que, a finales de junio de 1941, abandonase aquella utopía penitenciaria con la que el general Franco quiso premiar la lealtad burgalesa.
Se llamaba Guzmán Álvarez Pérez, se había titulado como maestro nacional en los años de la República y llegaba allí tras haber huido a la Asturias roja, con su viejo padre, a comienzos de agosto de 1936; tras haberlo despedido en el puerto de Gijón hacia octubre de 1937, con destino a Francia y, luego, a Cataluña, y luego de nuevo a Francia; tras haberse entregado luego a los alzados; tras haber vivido el espeluzno represivo del leonés Hospital de San Marcos; tras haber residido un tiempo en la prisión de La Bañeza, y tras haber sido condenado a treinta años en consejo de guerra por “adhesión a la rebelión” e “ideas izquierdistas”. Llevaba mucho dolor a la espalda, y mucho miedo; mucho al menos para un joven que había nacido en 1910 en la montaña de León.
Allí, en el penal de Burgos, leía, escuchaba a los locos, se asomaba al abismo blanco que llevaban en los ojos los condenados a muerte, tenía sueños de mujeres y, en el patio, hablaba con los tordos sobre la libertad. Escribía también. Lo hacía en francés, lamiendo con paciencia un lápiz de tinta morada, sobre papel de retrete cosido con hilo blanco. Cosas así, una vez retraducidas al castellano:

“Un cantar

Penetra hasta el corazón este cantar norteño que tararea el centinela.
Por las laderas de un monte, con el cielo por techo y la luna por candil, un muchacho, las manos en los bolsillos, subía lentamente, parándose a veces para lanzar las notas más altas de este mismo cantar. Hoy no canta, ya lo ves, no puede hacerlo: la angustia se le sube a la garganta e incluso le impide hablar.
Chico: tu cantar no es más que un reflejo del suyo; sabes de sobra que esa canción, hecha para el estrecho sendero que se abre entre los maizales, ni se puede cantar en un muro desde el que se vigila la libertad, ni tampoco al lado de un fusil. Sabes bien que, para poder cantar esa canción, es preciso que no haya límites, que el corazón esté lleno de alegría, que los arroyos de tu tierra, tan pequeños y tan brillantes, te hagan el acompañamiento, que las rocas amplifiquen sus notas para que alcancen a todo el valle, y que no haya quien las escuche con lágrimas de sufrimiento, sino más bien con las de la emoción de su melodía.
Chico: no te aflijas; tu tierra está triste desde que no estás en ella; tiene necesidad de ti y de tus cantares de antaño. Sin eso, no es lo que era.”

Cuando volvió a Babia, su tierra, nada hablaba de Burgos, ni tampoco de la muerte de su padre en Francia, ni de su tío, que había quedado allí, en el penal, condenado a muerte. Se seguía llamando Guzmán Álvarez. Pero ya no era el mismo. Cuentan que lo primero que hizo fue marcharse al río y, desnudo, bañarse en sus aguas frías, muy frías.

José Sierra (coautor, con Víctor del Reguero, de Guzmán Álvarez: Media vida de una vida demediada. Villablino: Piélago del Moro, 2011; véase también R. Álvarez. Brief aan mijn vader (Cuéntame, papá). Amsterdam: VPRO, 2002)

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Publicado el

18 de junio de 2013